A la izquierda: el Café Nueva York. Foto: Museo Literario Petõfi
Budapest es la ciudad de los cafés. El que quiera retratar la capital, que retrate sus cafés, advierte en 1891 Ödön Gerõ, uno de los primeros sociógrafos del país. El café, sin lugar a dudas, es una institución bien conocida en muchas partes del mundo, sin embargo, su significado varía de ciudad en ciudad. Lo que se conocía por café en Budapest, era, por un lado, un fenómeno difundido en todo el territorio de la monarquía austro-húngara: descendía de los cafés vieneses. Por otro, era un sitio especial, que distaba mucho de ser un simple lugar donde se preparaba y se servía café, y es que los cafés de Budapest constituían un mundo aparte.
La historia de los cafés de Budapest se remonta al siglo XVII, a los tiempos inmediatamente posteriores a la dominación turca, pero su época de esplendor fue a finales del siglo XIX y principios del XX. Solo después del nacimiento de la monarquía dualista los cafés de Budapest cobraron plena forma, con su exuberante arquitectura interior. En el año 1896, tan solo en la capital se contaban alrededor de 600 cafés, esta cifra nunca fue superada. En dicha época llegaron incluso a aprobar una ley que establecía que un café debía contar con una superficie mínima de 150 metros cuadrados y una altura de al menos 4 metros además de dos mesas de billar. Los demás establecimientos donde se vendía y servía café no estaban autorizados a presumir del título de café, y tenían que conformarse con el modesto nombre de despacho de café.
Pero, aparte de lo que constaba en la ley, ¿qué era lo que distinguía esos cafés, inmortalizados en un sinnúmero de obras literarias de la época, del resto de lugares similares? Los enormes ventanales y la ubicación (pues la mayoría se encontraba en una esquina) permitían a los clientes observar la vida por la calle, y, al mismo tiempo, permanecer en un lugar resguardado. Los cafés constituían un espacio transitorio entre la plena publicidad de la calle y la privacidad del hogar. De hecho, para muchas personas el café era un segundo hogar. Y no creamos que sólo los poetas bohemios y otros artistas en constante apuro económico pasaban sus días allí. Eran el lugar donde las diferencias sociales desaparecían, donde prácticamente todos los segmentos de la sociedad tenían cabida (la utopía hecha realidad, como afirma Wilhelm Droste). Hasta un aprendiz de dependiente o un barbero podía permitirse tomar un café, incluso en los más lujosos del centro de la ciudad. Y nadie obligaba a los clientes a consumir más. Con una taza de café se podía pasar horas sentado a la mesa. Y ¡cómo se trataba a la gente! Los dueños y los camareros respetaban a los clientes a más no poder. Todos podían sentirse señores por unas horas. En los cafés reinaba la democracia que fuera de sus muros era un concepto desconocido, aunque en realidad, esa igualdad fuera solo aparente.
El famoso dramaturgo y novelista Ferenc Molnár se quejaba de que el motivo de frecuentar en tropel los cafés era la pobreza y las míseras condiciones de vivienda de la época. En efecto, muchos se veían obligados a vivir en oscuras habitaciones de alquiler, y numerosos familiares tenían que compartir exiguos cuartos. En cambio, los cafés ofrecían enormes espacios, su mobiliario, en general, era cómodo y grandioso, entraba mucha claridad, y si no, las inmensas y espectaculares lámparas proporcionaban la suficiente luz como para que los clientes puedan sentirse en un mundo verdaderamente resplandeciente y olvidarse de sus míseros hogares. Muchas mujeres (porque iban también mujeres y hasta niños a los cafés) optaban por organizar reuniones con sus amigas en el café en lugar de en su propia casa, pequeña, y modesta. Una merienda en un café era la manera más barata de mantener relaciones con la gente.
Los cafés cumplían otra importantísima función, eran lugares donde se debatían públicamente las cuestiones que más le preocupaban a la gente. Como decía Molnár, la vida pública de Budapest es dirigida desde los cafés. Si una noticia se difundía en alguno de ellos, en apenas una hora era conocida ya en todos. No es de sorprender que los años 50 supusieran el final de los tradicionales cafés, ya que su importancia radicaba justamente en la libre circulación de la información. Como ejemplo baste que la revolución de 1848 tuvo su arranque precisamente en un café, el Pilvax.
Uno de sus servicios primordiales era la oferta de periódicos y revistas. El café Nueva York, el más lujoso de la ciudad, ofrecía a sus clientes unos 400 artículos de prensa, de la más diversa índole. Entre ellos había diarios húngaros y extranjeros, semanales, revistas ilustradas, periódicos especializados. Otro de los cafés estaba incluso abonado a una revista española de la época.
Aparte de tomar café, comer, charlar y leer la prensa era posible practicar diversas actividades. Por ejemplo juegos como el billar o los naipes. En los cafés literarios estaban de moda los diferentes juegos lingüísticos y literarios o los rompecabezas así como diversos juegos de azar y destreza. La prostitución estaba presente también en los cafés, en alguno incluso de manera legal. Varios negocios de este tipo se concluían en los mismos espacios, algunos hasta ofrecían a los clientes sus habitaciones apartadas para ello. Existía también el café musical, donde generalmente tocaban orquestas gitanas o pequeñas bandas.
La llegada de la I Guerra Mundial puso fin a la época de esplendor de los cafés de Budapest, y con la instalación del régimen comunista todo indicaba que iba a desaparecer para siempre la rica cultura del café. Los pomposos edificios fueron devastados, su mobiliario saqueado o destruido. En su lugar se abrieron, por aquel entonces o más tarde, oficinas de correos, almacenes de artículos deportivos, clubes universitarios, salas de juego, sucursales de bancos, restaurantes de comida rápida. Afortunadamente, en la última década, Budapest parece ir recobrando su sumergida cultura del café, se han reabierto algunos de los legendarios cafés de antaño. Veremos si esto tendrá su repercusión en la literatura.