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Rincones literarios
“…vosotros no sabéis lo que significa un solar vacío para un niño de Pest”

Cortesía del Museo Literario Petõfi
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“El solar de la calle Pál fue escenario de verdaderas emociones: soy testigo de que no es una invención poética”.

(Jenõ Feiks, amigo de Ferenc Molnár)


La adolescencia de Budapest y la de los muchachos de la calle Pál corresponden al mismo período, a finales de los años ochenta y principios de los noventa del siglo XIX. En esa época Budapest se estaba convirtiendo en una metrópoli, y los muchachos luchaban por el terreno y se hacían adultos.

En los tiempos de nuestros tatarabuelos todavía corría un tranvía de sangre por la avenida Vámház y por el bulevar apenas comenzaba a circular el tranvía como lo conocemos hoy. Durante los calurosos veranos se regaba la calzada con mangueras de goma. Por las calles se podían ver soldados, policías con su número de latón y su penacho de cerdas, vendedores ambulantes de café de higo y dulces, muchachos vendiendo el periódico a gritos y echadores de cartas. Los estudiantes necesitaban un permiso especial para dejarse ver en lugares públicos. La gente de la clase media-alta se veía por los paseos. Los niños salían corriendo para escuchar la música si oían un organillo o una banda militar marchaba por las calles seguida por las tropas multicolores y diversamente uniformada del Reino.

En aquellos tiempos los muchachos jugaban a policías y ladrones, a la pelota húngara y a las canicas. Iban al Parque Municipal a ver los números del circo Garobaldi, de fama mundial, y a los primeros indios. Respetaban las leyes indias, pues para ellos la lucha por la supervivencia de los apaches en América del Norte era historia viva. Devoraban los libros de Cooper, las historias de Calzas de Cuero.

Formaban grupos aliados, y todos los años las bandas rivales libraban una batalla en la plaza de la Madera, igual que los muchachos de la calle Pál y los camisas rojas.

“…en la vecindad [de la plaza Kálvin] existían tres bandas que eran enemigas: los molnaristas (los muchachos reclutados de la calle Molnár y alrededores), los vamhazistas (los bribones del Vámház) –a esta banda pertenecíamos nosotros–, y los muzeumistas (de las calles aledañas al Museo [Nacional de Hungría]). Estas tres temibles bandas mandaban en la vecindad… Cada grupo estaba formado por treinta o cuarenta muchachos. Yo participé en un par de batallas, pero cuando vi no iban en broma… me apañé de modo que quedara en las trincheras detrás de dos compañeros gordos cuyas anchas espaldas me proporcionaban una buena protección” –cuenta en sus memorias Elemér Horváth, un vamhazista, un habitante del barrio de Ferencváros.

Las casas de Pest eran de una sola planta, a lo sumo dos, con un patio enorme y a menudo una morera en medio. Los muchachos recogían las hojas para la sericicultura. Las casas estaban protegidas por un entablado contra los intrusos. Donde ahora se encuentra el mercado cubierto había un gran solar vacío dedicado a la apicultura. Los días de mercado las verduleras exponían sus productos protegidas por sombrillas. En los bodegones vendían frituras, pasteles, y tras los ventanucos freían cerdo con tocino que los muchachos miraban con avidez. En los cafés también había mucha vida. En los bazares se vendía toda clase de artículos como hoy en los grandes almacenes.

Aunque el juego de la pelota húngara fue paulatinamente sustituido por el fútbol, y la gorra con visera por la de beisbol, nosotros, los tataranietos, continuamos la historia de los muchachos de la calle Pál.

“El solar no era un simple terreno de juego… sino mucho más: el campo del honor…”

(Zoltán Fábri)

“En la esquina de la calle Pál había un terreno con leña apilada. Al lado de la puerta, en una cabaña, vivía un guardia que vigilaba la madera. Le llevabais tabaco y cerillas para que os dejara pasar. Encima de las pilas de leña ondeaban banderas de papel. A través de las vallas por donde os acechaba yo, se oían los gritos de combate…”

(Erzsébet Molnár: Éramos hermanos)

"El terreno… Vosotros, hermosos y sanos estudiantes de la Gran Llanura, sólo tenéis que dar un paso para encontraros en la interminable pradera bajo la enorme y maravillosa bóveda celeste, vosotros estáis acostumbrados a contemplar la lejanía y las grandes distancias, no residís apretados entre altos edificios ni sabéis lo que significa un solar vacío para un niño de Pest. Para este supone su gran llanura, su pradera, su desierto. Le supone la infinitud y la libertad. Un trocito de tierra limitado por una enclenque valla a un lado y por grandes muros a los otros. En aquel terreno de la calle Pál se alza ahora una enorme y melancólica casa de cuatro plantas llena de habitantes, de los cuales ninguno sabe quizás que ese pedacito de tierra sirvió a unos estudiantes de instituto de Pest para jugar.

El terreno estaba desierto, como corresponde a un baldío. Su valla bordeaba la calle Pál. Estaba flanqueado a derecha e izquierda por sendos edificios y detrás… Sí, detrás estaba aquello que volvía interesante y extraordinario el terreno: había otro gran solar. Y ese otro gran solar lo tenía alquilado una serrería a vapor, de manera que estaba lleno de pilas de leña. Allí se amontonaba la leña en cuadrados regulares entre los cuales discurrían pequeñas calles, un auténtico laberinto. Entre cincuenta y sesenta calles se cruzaban entre las mudas y oscuras pilas, y no resultaba fácil orientarse en ese dédalo. Quien lo conseguía a trancas y barrancas iba a parar a un claro en el que se levantaba una caseta. Era la serrería. Una pequeña edificación extraña, misteriosa y temible. La hiedra la cubría completamente durante el verano y entre las hojas verdes rebufaba una diminuta y delgada chimenea negra que escupía vapor blanco y limpio con la puntualidad de un reloj, a intervalos regulares. En esos momentos, al oír desde lejos aquel resoplido, uno creía que una locomotora trataba en vano de ponerse en marcha entre la madera apilada.

Grandes y toscos vehículos de transporte esperaban alrededor de la caseta. De vez en cuando uno de los coches se ponía bajo el alero y entonces se oían chirridos y crujidos. Bajo el alero de la caseta había una ventana de la que salía una tolva de madera. Cuando el coche se ponía bajo el ventanuco, empezaba a caer por la tolva la leña, que parecía fluir como el agua hacia el gran carricoche, pues iba cayendo sin parar. Y cuando el coche se llenaba, el conductor soltaba un grito. Entonces la pequeña chimenea dejaba de rebufar, y de pronto reinaba un profundo silencio en la caseta. El cochero les gritaba a los caballos y estos se ponían en movimiento con el vehículo cargado. Después, otro carruaje vacío y hambriento se ponía bajo el alero y volvía a salir el vapor de la chimenea de hierro negra y volvía a caer la leña. Así transcurría todo desde hacía años. La leña cortada por la máquina en la caseta era remplazada por otra que llevaban otros carros al terreno. De ese modo, las pilas de leña nunca se agotaban en aquel solar enorme y el chirrido de la sierra a vapor no cesaba jamás. Ante la caseta se alzaban unas raquíticas moreras, y al pie de una de ellas había una choza torpemente ensamblada. Allí vivía el eslovaco que vigilaba la leña por las noches para que no la robaran ni le prendiesen fuego.

“¿Se necesitaba un lugar más maravilloso para divertirse? Nosotros, niños de ciudad, desde luego no lo necesitábamos. No podíamos imaginar nada más bonito, nada más indígena. El terreno de la calle Pál era una llanura magnífica, el sustituto perfecto de la pradería americana. La parte de atrás, la leñera, era todo lo demás: la ciudad, el bosque, la montaña rocosa. Es decir, era cada día lo que se decidía que fuese. Sobre las pilas más altas habían construido castillos y fortalezas. Boka decidía qué punto concreto había que reforzar. La construcción de las fortalezas corría a cargo de Csónakos y Nemecsek. Las había en cuatro o cinco sitios, y cada una tenía su capitán. Capitán, teniente, subteniente. He ahí el ejército. Por desgracia no había soldados rasos, salvo uno. En todo el terreno, los capitanes, los tenientes y los subtenientes daban órdenes a un solo soldado, adiestraban a un solo soldado, condenaban a un solo soldado a prisión en las mazmorras del castillo por haber cometido alguna infracción”.

(Ferenc Molnár: Los muchachos de la calle Pál, traducción de Adán Kovacsics)

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