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Los días contados

Traducción de Éva-Fuentes Gaviño Cserháti, Antonio Manuel

Título original: Megszámláltattál
Libros del Asteroide • Barcelona, 2009

“¡Si Klára se casa con Montorio, no volveré aquí nunca más! ¡No! ¡Nunca, nunca más en la vida!”, pensó, y despidiéndose del parque, quiso grabar en su memoria todo lo que abarcaba su mirada para no olvidarlo, para poder evocarlo cuando quisiera y torturarse. Recordar lo feliz que había sido allí durante tantos años…

De niños corrían por esos prados; detrás de la rosaleda jugaban al croquet, y él siempre iba con Klára; se escondían entre aquellos arbustos… Todo estaba lleno de recuerdos, de miles de recuerdos de su adolescencia. Ahora tenía que despedirse de ellos. Oyó voces alegres, pisadas rápidas. Péter y Magda volvían al salón rojo. Después unos pasos más ligeros. Se acercaban a él. Los pasos de Klára. László estaba con el corazón en un puño.

Klára se puso a su lado, de cara a la ventana.

—¡Yo también encuentro preciosa esta vista! —dijo la muchacha—. Sobre todo ahora, al anochecer. —Puso la mano en el picaporte de la ventana. Su brazo tocó el hombro de László—. Me quedo aquí contemplándola cuando estoy sola.

¡Ahora! ¡Ahora debería preguntárselo! ¡Ahora podría saber qué había pasado la noche anterior! ¡Si Montorio…! Pero no encontró las palabras. Al cabo de un rato, dijo con voz ronca:

—Dime, Klára, dime…

—¿Te acuerdas? Cuando éramos pequeños una vez me socorriste estando subida a aquel plátano —dijo Klára con una sonrisa y añadió—: ¡Qué cobarde era! Tenía miedo de saltar de la rama.

—Oh, claro que me acuerdo —contestó titubeando e intentó preguntarle de nuevo.

Sin embargo, antes de poder plantearle la pregunta, la joven se giró hacia él. Se giró despacio, pero decidida, y cuando estuvo frente a él clavó los ojos en los suyos. Como si le hiciera una pregunta silenciosa. Sus labios rojos estaban entreabiertos, como si esperaran algo. La mirada de Klára era distinta, era la misma, pero tenía algo nuevo y misterioso. Al verla se disiparon los celos, las preocupaciones, los pensamientos oscuros y se despertó en él un único deseo: besarla.

László vaciló: quizá se enfadara si él la besaba sin más, sin dar razones; si su compañero de infancia, su amigo de juegos abusaba de su confianza; si la abrazaba a traición, inesperada y violentamente, porque ella no podía saber, no podía sospechar que él estaba fatalmente enamorado.

El hechizo duró unos segundos.

Klára lo miró a los ojos, luego se dio la vuelta lentamente y con sus pasos ligeros se fue hacia el salón. El joven la siguió, había dejado escapar la oportunidad y se arrepintió. ¡Qué torpe! ¿Por qué no la había abrazado? ¿Por qué no la había besado? ¡Qué cobarde! ¡Qué torpe! ¡Ni siquiera se había atrevido a hacerle la pregunta! Buscó otra oportunidad: después de cenar propuso tocar sus últimas composiciones. Se fue a la sala de música con Klára. Péter y Magda les acompañaron; mantenían un inocente flirteo entre primos, un coqueteo burlón y gracioso. Aceptaron la propuesta de László con alegría y, al llegar a la sala, se sentaron en un rincón apartado para charlar. Klára se aproximó al piano, pero no se sentó al lado de Gyerõffy como el día anterior, sino que se apoyó donde el instrumento hacía la curva. László tocó un par de acordes a modo de preludio y la miró.

—Toca —dijo ella en voz baja—, toca. —Y cerró los ojos.

—Está basado en una balada transilvana —anunció László.

Era una melodía lenta, extraña, una frase musical que se repetía una y otra vez. Las armonías insólitas, un tanto disonantes, cambio de tonalidad. Retahílas tristes pero fuertes, de secuencias largas que estallaban inesperadamente en un llanto ansioso, para volver a los sueños, deseos y lamentos, y terminar con la misma monotonía. El final fue un interrogante en forma de acorde suspendido.

—¡Es precioso! ¡Toca, toca más! —dijo Klára sin moverse de su sitio.

László tocó dos piezas más. Una fantasía medio acabada que él había titulado Amanecer en Budapest y que se inspiraba en los sonidos de la ciudad, y un nocturno lento y voluptuoso con legatos de dolor y deseo, que moría en pianissimos suaves. Era una música novedosa y cruel, expresaba más dolor que los almibarados acordes de un suspiro.

Al terminar cada pieza, László se quedaba inmóvil y miraba a Klára, pero ella sólo decía: “¡Toca!”, mientras seguía con los brazos acodados en el piano y, como consecuencia, sus desnudos hombros se asomaban cada vez más tras el escote que escondía sus pechos suaves. Le escuchaba con los ojos cerrados. Las pestañas dibujaban una sombra azul en su rostro. Tenía los labios rojos y carnosos. Parecía estar soñando con la música y sólo despertaba para decir una palabra: “Toca”.

László comenzó una danza transilvana de muchachos:

A un diablito, si tuviera,

en una jaula encerraría,

y cuanto más se moviera,

la jaula más rodaría.

Recitaba de vez en cuando las letras, variando las atrevidas rimas con un ritmo vertiginoso. Hizo reír la tonada por todo el teclado, luego la tocó en staccato, volvió al legato, la interrumpió con glissandos; la música bramaba a veces con cromatismos tan violentos que daba la sensación de que se trataba de toda una orquesta con percusión, metales e incluso madera con bajos profundos. Le gustaba tocar de este modo. Sabía que lo hacía bien. Sólo así podía expresar ese ser salvaje que, escondido, no se traslucía en sus modos. Sólo podía darle rienda suelta cuando tocaba. La danza reía, bailaba bajo sus dedos cuando Klára de repente se puso derecha. Con sus sentidos agudos notó que en los salones contiguos había movimiento. Seguramente era el matrimonio Kanizsay que se iba para coger el tren de medianoche. Enseguida se colocó en medio de la sala, desde donde podía ver las puertas de doble hoja y desde donde quedaba a la vista. Los Kanizsay ya se despedían. Iban acompañados por la señora Kollonich. Los muchachos salieron al vestíbulo para despedirse y besar la mano de la señora Kanizsay. Después de que el general y su mujer se marcharan se quedaron aún unos minutos en el vestíbulo.

—Querido László, ¡tocas tan bien! Es una pena que no te haya podido oír más —dijo la duquesa Ágnes—. Tocas realmente bien.

Le dio en la cara dos palmaditas cariñosas.

—¡Qué lástima que sea tan tarde, y yo, Dios sabe por qué, esté tan agotada!

Le dio su mano a besar y subió las escaleras, seguida por sus hijas. Klára se paró en el rellano y se volvió a mirarle. Sus labios se movieron como si quisiera decirle algo. Sólo fue un momento, luego desapareció.


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