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Pena de varón en rectángulo

Márta Patak


No opuso resistencia. ¿Cómo iba a oponerla? Había llegado la hora, debía marcharse aunque se cayera el mundo. Era lo acordado. Que no le complicara la vida. Que no insistiera, pues eso sería peor.

Camino de casa, ya en el metro, de regreso de una vida a la otra, iba volviendo la cabeza a diestra y siniestra como si esperara un gesto de ánimo de algún desconocido, una única fugaz sonrisa en el rostro del anciano sentado frente a él, donde llegar a descubrir una señal de compasión que le dijera, No te preocupes, hijo mío, a mí me pasó lo mismo, y aquí me ves, tú también lo superarás. Sin embargo, más le habría gustado aferrarse a la mirada comprensiva, sumamente femenina de una mujer de mediana edad. Al devolverla, se desahogaría por fin con alguien, con una mujer, y le explicaría cuán poco entiende ni puede entender la mujer al hombre. Cuán poco lo entendían las dos mujeres a quienes más amaba. Miraba a derecha e izquierda en busca de ayuda, pero nadie le prestaba atención.

No opuso resistencia. ¿Cómo iba a oponerla? Había llegado la hora, debía marcharse aunque se cayera el mundo. Era lo acordado. Que no le complicara la vida. Que no insistiera, pues eso sería peor.

Camino de casa, ya en el metro, de regreso de una vida a la otra, iba volviendo la cabeza a diestra y siniestra como si esperara un gesto de ánimo de algún desconocido, una única fugaz sonrisa en el rostro del anciano sentado frente a él, donde llegar a descubrir una señal de compasión que le dijera, No te preocupes, hijo mío, a mí me pasó lo mismo, y aquí me ves, tú también lo superarás. Sin embargo, más le habría gustado aferrarse a la mirada comprensiva, sumamente femenina de una mujer de mediana edad. Al devolverla, se desahogaría por fin con alguien, con una mujer, y le explicaría cuán poco entiende ni puede entender la mujer al hombre. Cuán poco lo entendían las dos mujeres a quienes más amaba. Miraba a derecha e izquierda en busca de ayuda, pero nadie le prestaba atención.

No se dio por vencido. Como cuando uno busca caras conocidas entre los transeúntes de una ciudad extraña para no sentirse tan perdido, o como cuando desea por lo menos cruzar la mirada con un testigo de cómo perdió el autobús porque le cerraron la puerta en las narices, y eso que a punto estuvo de pillarlo. Con tal que no se sintiera tan miserable. Que alguien le hablase, le dijese cualquier cosa, daba igual, que abriese la boca el carpintero de rudas manos ahí enfrente, que fuese al grano, Imagínese, toda mi vida me he sacrificado por ese hijo, y ahora este es el reconocimiento, así me lo agradece, ya puedo estar contento si en mi propia casa me deja sentarme a la mesa en una esquinita, más me habría valido fabricar una banqueta en lugar de este hijo, al menos me hubiera servido de asiento, y si se me escapaba por debajo, la caída no habría sido tan estrepitosa. Ojalá buscara consuelo en sus ojos aquella mujer vestida de luto sentada en la parte opuesta, quien acaso había enterrado a su esposo la víspera, y hoy ya iba a trabajar sin haberlo llorado lo suficiente, porque necesitaba el dinero, quién mantendría a los dos huérfanos, la vida no podía detenerse, no le quedaba más remedio que continuar, todo seguía igual, solo le habían dado permiso para el día del entierro, tenía que volver a trabajar, podía darse por bien servida por el mero hecho de tener un empleo. O aquel hombre trajeado, que con el maletín negro sobre las rodillas se preguntaba si merecía la pena sacar su ordenador para las cinco estaciones que le quedaban, si en ese escaso tiempo podría dar un impulso eficaz a la marcha del negocio, pero en el instante siguiente ya estaba abierto el maletín como si sus manos se hubieran adelantado al pensamiento porque tenían vida propia, y en cuanto podían se lanzaban a pulsar los números en el pequeño teclado, y su rostro esbozó entonces una sonrisa de satisfacción mientras bajo sus dedos se agitaban las teclas, y las cifras se alineaban en las celdas de la hoja de cálculo.

Quizá, si abriera los ojos, podría ayudarle con su profunda y comprensiva mirada aquel bebé que dormía en el cochecito junto a la puerta. Que apenas si había vivido en este mundo, que aún no tenía noción de lo bueno, lo malo, lo humano, y aún flotaba entre la no existencia y una inocencia animal más invulnerable que la del hombre y por siempre incorruptible. Su mirada aún sería indulgente porque lo observaba todo en su esencia, no distinguía causa y efecto, tal vez tampoco importaba, y si pudiera emprender su camino explorador, él mismo inventaría el mundo para sí, aunque ya sería tarde cuando cobrara conciencia, para entonces también estaría encadenado por el saber milenario, obligado a encontrar su lugar, a ocupar el escritorio, el banco de carpintero o el reclinatorio que se le asignaba en la gran empresa común, donde le tocaría seguir tejiendo el interminable tapiz, tan antiguo como la humanidad.

Si al menos alguien lo mirara, para poder contarle su pena con los ojos. Amaba a dos mujeres pero ninguna lo comprendía de verdad. Incluso se la contaría a ese viejo maloliente y desarreglado si le alargara la mano cuarteada y ennegrecida por la mugre para que le echara unas monedas. O a esa mujer cimbreña con la pesada bolsa de rafia a cuadros rojos y blancos del tamaño de un baúl, ataviada con las típicas enaguas y faldas y dueña de un diente de oro, si le diera golpecitos en el hombro y le preguntara con ese característico tonillo cantarín, Disculpe, ¿dónde hay que bajarse para la plaza Garay? Entonces por lo menos podría pronunciarse y con su respuesta expiaría todo lo que había cometido contra esas dos mujeres, con una contra la otra, podría pagar su pecado de no tener fuerzas para sacrificar a una a cambio de la otra, porque él las necesitaba a ambas, si bien en ese momento lo embargaba la sensación de que ambas lo traicionaban, querían su perdición, una a costa de la otra, y eso que no se conocían, no sabían prácticamente nada una de otra, solo aquello que a través de él acaso intuían de forma tácita.

A ver si alguien se compadecía por fin de él. A ver si le decía a las claras que no se equivocaba al pensar que de todos modos él era el perdedor, pues ninguna de las dos mujeres esperaba más de él que él de ellas y esa era la gran tragedia de su vida. A ver si alguna de las dos lo elevaba por fin a su altura. No pedía nada del otro mundo. Una pizca de esclavitud, una pizca de libertad. Por sí solo no podía ser libre, necesitaba la mano femenina que lo tuviera a raya. Contra cuya presión asesina pudiera rebelarse. Era sencillo pero aun así ninguna de las dos lo entendía. A lo mejor ni siquiera querían entenderlo. No querían entender que dejarlo ir tan fácilmente era peor que tirar un monigote que ya no servía para nada.

Si al menos lo mirase aquella joven abuela de rostro agraciado, manos nerviosas, cabellos teñidos de un tono rosáceo, que con tanta paciencia respondía a las preguntas de su nieto. Lo miraría y pensaría para sí que era una buena persona, seria, que su simpática mirada lo contenía todo, la fuerza viril, la responsabilidad paterna y cuanto un hombre podía sentir por una mujer.

Que ocurriera algo de una vez, antes de bajarse, que alguien, daba igual quién, lo liberara por fin de sí mismo, lo matara a golpes, lo estrangulara, lo empujara entre las vías, pero que se apiadara de él, lo salvara antes de que sus pies lo volvieran a llevar al cochambroso bar de la estación de metro, para que después del tercer aguardiente con cerveza todo pareciera de nuevo tan sencillamente bello, para que quien por casualidad mirara hacia la ventana del bar al pasar, y viera su rostro sonriente, pensara, He aquí la pena de varón atrapada en un rectángulo.

(Traducción del húngaro del taller 2018 dirigido por Adan Kovacsics en Balatonfüred)

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