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Fútbol y letras
László Darvasi

La pregunta
¿Cuántas ciudades formaban la actual capital húngara Budapest antes de unificarse en 1873?
Dos: Buda y Pest.
Tres: Buda, Óbuda y Pest.
Siempre ha sido una única ciudad: la capital de Hungría.
Respuesta

La lectura del mes
Géza Csáth

Balassi Institute
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Danubio azul
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La pelota de tenis

Lajos Grendel


El barrio de chalés se alza sobre la ciudad como un monumento. Los jardines trepan hacia la cima de la colina, desde la que se pueden ver los alrededores: a la derecha, la ciudad, las pomposas torres de las iglesias y, bajo las colinas, el nuevo barrio con sus gigantescos bloques de pisos; a la izquierda, los pueblos que parecen diminutas islas.

–-El año que viene nosotros también contrataremos jornaleros-propuso Ica-. No quiero que te arruines por culpa del jardín. Si sigues así, no te quedará tiempo para nada.

El barrio de chalés se alza sobre la ciudad como un monumento. Los jardines trepan hacia la cima de la colina, desde la que se pueden ver los alrededores: a la derecha, la ciudad, las pomposas torres de las iglesias y, bajo las colinas, el nuevo barrio con sus gigantescos bloques de pisos; a la izquierda, los pueblos que parecen diminutas islas.

–-El año que viene nosotros también contrataremos jornaleros-propuso Ica-. No quiero que te arruines por culpa del jardín. Si sigues así, no te quedará tiempo para nada.

En primer lugar para ella. Así debía entenderse aquello. Ica no suele bajar a la ciudad, se contenta con encaramarse por las noches a lo alto del jardín para escuchar las campanadas. En esas ocasiones mira alrededor como investigando cuál de las campanas suena, y se asombra de que desde allí, desde los pueblos, el viento no traiga ninguna voz.

–-Un día me llevarás allí, donde los campesinos. Desde aquí no se ve nada. Nunca he estado en un pueblo.

–-Iremos mañana.

Al día siguiente le supliqué en vano. Para cuando llegué a casa de la oficina, bien entrada la tarde, ya tenía allí a sus alumnos, estaban abriendo sus maletines del color del pan, y sacando los cuadernos, los bolígrafos y los diccionarios, la clase de francés estaba a punto de comenzar.

Hoy día el passé simple ya no se utiliza más que en el lenguaje escrito…

Así de sencillo. Todos lo sabían, pero necesitaban la ayuda de Ica para conjugarlo; tampoco sabrían más que ese día en la clase siguiente. ¡Salir huyendo al jardín! Eso era lo que les apetecía hacer a aquellos niños, pero no se atrevían ni a protestar, ni a dar explicaciones. Se quedaban mirando la cancha de tenis y el parque aumentad en sus ojos hasta el tamaño de una selva.

–-¿Quién vivía en aquella mansión?-preguntó uno de ellos.

–-Un señor rico.

–-Se divertían mucho, ¿verdad?

–-Sí, bastante.

–-Y por eso se la quitaron. Porque se divertían a nuestra cuenta.

–-No por eso. La bombardearon, y el señor se mudó. Lejos, a América.

–-Entonces, ¿quién vive allí ahora?

–-Nadie.

El niño se imaginaba las habitaciones vacías, una araña corriendo por la pared, cabos de velas, la ropa deshilachada de los criados que yacía en el rincón de sus cuartos, sin que nadie se atreviera a tocarla. En una de las habitaciones había una araña encendida, mientras que otra estaba iluminada, en vez de por una araña, por la luna.

–-Mudémonos allí abajo. La parte que da al parque está todavía en buenas condiciones.

Ica esperó con los ojos suplicantes. En su infancia habría deseado quizás vivir un día en una mansión.

–-¿Y qué dirían los vecinos?

–-¿Te importa?

–-Sí, me importa. Creerían que nos hemos ido por su culpa.

Las excusas más tontas hacían reír más a Ica.

–-Por lo que te quedarías es por la costurera, ya lo sé… Es que no se me alcanza cómo conoce tantas canciones populares. Nunca las he oído. ¿Será que se las inventa ella? ¿O las habrá traído todas del pueblo? La gente del campo siempre canta mientras trabaja.

–-¿De dónde sacas eso?

–-Tú me lo has dicho. O puede que haya sido otra persona. Ésta me encanta. En estas ocasiones siempre me gustaría estar con ellos.

Irma canta maravillosamente. Se pasa días enteros encorvada sobre su máquina de coser, su padre cava la viña, y su hijo se mete en alguna de las habitaciones para jugar. En el patio se oye el traqueteo de la máquina de coser, que da cierto ritmo, incluso a nuestra faena. Como si crease un sentimiento de seguridad, una suerte de orden inquebrantable alrededor de sí.

–-Me da miedo ese crío-me confesó Irma en cierta ocasión-. No sale al patio, no hace otra cosa que jugar. Con sus cubos. Quiere construir algo, pero parece que nunca lo hubiera logrado. A veces me da la sensación de que no es él quien juega con los cubos, sino los cubos con él.

–-Es todavía un niño.

–-Este es el problema. Que no se comporta para nada como los demás niños.

–-Necesita compañía.

Irma hace un gesto de resignación:

–-¡Bah! ¿Cree que no lo he intentado? Ni les hace caso.

Un día se le averió la máquina de coser. Estaba sentada al borde de la cama, y observaba asustada cada movimiento del niño.

–-El invierno pasado colocamos un muñeco de nieve delante de la cocina. ¿Cree que le agradó? Se limitó a mirarlo. Lo contempló durante mucho tiempo, para luego volver a entrar en casa. A mí de repente se me pasó por la cabeza que quizá lo tomara por su padre. Una especie de padre supletorio. ¿A que es extraño?

Se echó a reír. Se rió tan largamente como solo se había reído una única vez, en un sueño. Soñó que estaba delante de la tumba de su madre, y en la cruz de al lado figuraba su nombre. A su espalda había una vieja arrugada que hablaba de lo bien que conocía a ambas.

–-Es un hijo ilegítimo. Pero no piense que fue por eso por lo que nos fuimos del pueblo. Incluso puede que allí lo quisieran más que yo misma.

–-Aquí no lo tomarían por tan natural.

Irma se encogió de hombros:

–-No me importa. Que piensen lo que quieran. Tienen que aceptarlo.

–-Aquí también han pasado cosas así.

Esto sonaba muy tonto, como si tratara de defenderla, lo que, a ojos vistas, enfureció a Irma.

–-Sería capaz de destruir aquella mansión con una sola mano.

–-Tiene los muros demasiado gruesos.

Los dos esbozamos una sonrisa.

–-Ustedes lo tienen fácil. Ustedes saben vivir. El único problema es que no tienen hijos.

Luego arrugó la colcha debajo de ella, y se echó a reír de nuevo.

–-De todas formas, un día el niño será suyo.

Ica preguntaba muchas veces por el niño. Para el final del verano se ponía más inquieta, pero esto sucedía así cada año. Salía varias veces al jardín y a la cancha de tenis, y paseaba al borde de la cancha como si la cuidase ella.

–-La semana que viene mandaré talar el nogal.

Ica protestó.

–-El año pasado dio buena cosecha. Y está lleno de nuevos brotes.

Era incomprensible su apego a aquel árbol agostado. Se reclinó contra su tronco, como queriendo desafiar a la sierra, o parar con su propio cuerpo los golpes de hacha.

–-Verás, el año que viene incluso podremos vender.

Después de la cena me pidió que bajáramos a la ciudad. Al menos a dar un paseo, o al cine.

–-Ya es tarde. Iremos mañana.

–-Tienes razón, iremos mañana.

Más tarde hizo reproches:

–-Habría que estercolar este árbol. Cuidarlo. Pero tú solo cuidas la viña.

*

El sábado se presentó en casa Pista, y por la tarde bajamos a jugar al tenis. Fue un partido interesante. Estábamos empatados, y al final del último parcial, logré una ventaja de un punto. Esto fastidió a Pista, que acabó golpeando la pelota con tal fuerza, que ésta desapareció en el matorral detrás de la cancha. La buscamos durante un buen rato, pero la pelota no apareció por ningún lado.

–-La has escondido-me acusó Pista con una sonrisa indulgente, como una estatua de dios griego-. Tienes miedo de terminarlo. Tienes miedo de perder.

–-Por si no lo sabías, yo llevo la ventaja.

–-¿Y eso qué más da?

Furiosos, avanzamos ruidosamente por el matorral, el crujido de las ramas evocó recuerdos bélicos. De la misma manera habían crujido las ramas secas junto a la hoguera.

–-Hoy ya es inútil seguir buscándola.

Lo miré.

–-Me voy a separar de Ica.

Pista creía que estaba bromeando.

–-Lo dices como si se te hubiera ocurrido la idea ahora mismo.

–-Te lo digo en serio. Sabes que nuestro matrimonio fue fruto del azar. La estúpida concurrencia de las circunstancias.

–-Ya es tarde.

¿Era realmente tarde?

*

–- Habría que estercolar este árbol. Cuidarlo. Pero tú solo cuidas la viña.

Al día siguiente Irma nos invitó sin motivo especial alguno, y nos sentamos en el jardín. Mi esposa estaba en su casa por primera vez; su curiosidad venció su aversión.

Estuvo todo el tiempo meditando sobre el motivo que habría tenido la costurera para invitarnos de forma tan inesperada. Tuvo que llevarse un chasco, porque era incapaz de comprender que no tenía ningún motivo. Tan solo deseaba tener gente alrededor. Hablar de tonterías. Que todo acabase de otra manera, fue culpa de Ica. O tal vez ni siquiera de ella.

–-Será difícil así. El niño sufrirá las consecuencias.

Es posible que Ica comenzara a hablar con la mejor voluntad. La costurera ni se inmutó. Lucía una sonrisa altiva.

–-Su padre tampoco lo echa en falta.

–-Es lo que suele ocurrir en estos casos. El hombre se larga, le carcome el remordimiento durante uno o dos meses, y ya está. La mujer y el hijo están muertos para él. Solo se acuerda de ellos cuando, una vez al mes, tiene que pagar. En esas ocasiones pasa uno o dos minutos amargado.

Irma sacudió la cabeza.

–-No me abandonó. ¡Al contrario! Quiso casarse conmigo.

Ica la miró como mira un colegial las ecuaciones de segundo grado, sin entender nada. Yo tampoco lo comprendí, y en un primer momento pensé en alguna tragedia espeluznante. Quizá se hubiera muerto antes de la boda. Sin embargo, la cosa resultó mucho más simple. Mejor dicho, no era en absoluto tan simple como más tarde pudo parecerle a mi esposa.

–-No lo quería.

¿Entonces por qué te acostaste con él?, era la pregunta que debía de tener Ica en la punta de la lengua, pero pese a toda la antipatía que sentía hacia ella, se esforzaba en conservar las apariencias de tacto.

–-Y él tampoco me quería.

–-Confiese, cariño, que no deja de defender a aquel sinvergüenza.

–-¿Quiere decir que miento?

–-No, solo que se inventa todo tipo de historias.

Irma soltó una carcajada. Su risa por poco me crucifica.

–-Y usted ¿qué hubiera hecho en mi lugar? ¿Se hubiera comprometido para toda la vida con un hombre que durante un par de días le gustó, pero al que nunca amó? ¿A quién hubiera favorecido con ello? ¿A sí misma? ¿Al marido? ¿O al niño que no hubiera visto otra cosa que peleas, falta de respeto e indolencia…?

–-Cielo-Ica tomó la máscara de mujer experimentada, poniendo súbitamente la cara que ponen, entre dos sorbitos, las condesas mientras toman el té. -Usted no sabe lo que significa para una mujer saber que jamás va a tener hijos. Yo ya no viviría si no hubiera sido capaz de adaptarme y resignarme a ello. Y ve, a pesar de todo, soy feliz. O al menos estoy satisfecha. Para mí, no existe una mayor felicidad que la satisfacción. Y encontré a un hombre que aún así ha sido capaz de amarme.

Tal vez hubiera sido en ese punto; en ese punto debería haber intervenido: Por cierto, tengo que observar, de paso, que esto no es verdad. Me casé con una chica de veinticinco años tan solo porque era incluso más miserable que yo. Me casé con ella a sabiendas de que nunca tendríamos hijos. Me casé con ella en venganza. Se casó conmigo una chica de veinticinco años porque temía quedar para vestir santos. Se casó conmigo a pesar de que yo, para el régimen, era solamente un enemigo de la clase obrera. Uno de los muchos que tenían que abandonar sus estudios superiores. Se casó con un estudiante expulsado que, sin saber qué hacer, estuvo pegado durante años a las faldas de su mujer. Vivía en la casa de su esposa como en un alquiler, haciéndose el enamorado, pero se ponía contento si de vez en cuando conseguía irse de putas por la ciudad. He aquí una mujer satisfecha de su marido por el mero hecho de tenerlo y que no desea más que tenerlo. Una mujer, para la que la satisfacción equivale a la felicidad. La que ni siquiera se atreve a suponer que para su marido, esto es poco. Nunca me creería que podría tachar diez años de mi vida, y yo nunca había tenido el coraje de decírselo a la cara. Tal vez ni siquiera tengo derecho a hacerlo. Por lo visto, para mí la felicidad equivale a la infamia.

*

Nos metimos trepando entre los arbustos, apartamos las ramas, y las hojas secas y crujientes se rompieron bajo nuestras suelas, como si pisásemos vidrio. Aquí y allá nos topamos con bancos de piedra ocultos, senderos cubiertos de plantas por los que hacía años que no había transitado nadie. Bajo uno de los bancos de piedra encontramos unos pequeños huecos. Según Pista allí vivirían unos animales desconocidos.

–-Es posible que la pelota cayera en uno de esos huecos.

–-Es imposible-grité con un ímpetu inexplicable incluso para mí mismo.

–-¿Crees que solo va a ser mejor?

–-Me casaré con la costurera.

–-Por mera simpatía. Y al cabo de diez años, con una tercera. También por simpatía.

Pista rebuscaba entre la hierba. Ambos habíamos renunciado ya a encontrar la pelota de tenis, pero teníamos curiosidad por saber si se trataba de toda una cadena de agujeros. Contemplaba con curiosidad las plantas que trepaban por los troncos de los árboles. Intenté arrancar los zarcillos de uno de los árboles, pero se resistían tanto como una cuerda tensada, como si se agarrasen a los troncos de los árboles con invisibles ventosas. No se podían arrancar, ni tampoco despegar.

–-¿Cómo se puede descuidar tanto un lugar como éste?-preguntó Pista indignado. Su cara estaba empapada de sudor, igual que la mía, debíamos de tener aspecto de hombres recién salidos del fondo de un lago.

–-Habría que esparcir matarratas.

Cuando llegamos a la calle, noté con asombro que solo una estrecha raya de asfalto separaba el parque de de las casas. Mirando desde arriba, uno pensaría que el huerto de frutales era la continuación del parque. Desde allí, incluso las casas parecían unas desconocidas manchas oscuras.

–-Iremos a vivir a la ciudad.

–-Y luego a la capital-replicó Pista con ira.-Y luego al extranjero, a la playa, a América, a la Luna. Y mientras tanto, olvidas que vayas a donde vayas, irás con ella. Y eso que lo haces precisamente por eso.

–-Tú no entiendes que aquí todos viven como si los demás no existieran. Ica igualmente. Se moriría diez años más temprano si tuviera que marcharse de aquí.

Pista carraspeó con desaprobación. Durante un rato nos quedamos esperando al borde de la calle, raqueta de tenis en mano, como si quisiéramos terminar el partido mentalmente. Luego nos separamos sin decir palabra. ¿Se podría empezar ya este partido?

Se levantó un viento fresco, empezó a dolerme la garganta. Fui subiendo a trompicones durante un buen rato, y el parque me acompañó a lo largo de un extenso trecho. Súbitamente, los chalés se me antojaron diminutos huecos, inaccesibles y deshabitados. Hay que comenzar el partido. -Al llegar a casa encontré el portal abierto, en la cocina estaba encendida la luz. Para mi asombro, el hijo de Irma estaba sentado a la mesa. Es curioso, ahora tampoco sé su nombre. Ica estaba leyendo un libro. Cuando entré, me hizo una señal con la mano invitándome a entrar.

–-Hay que hacer algo con el niño.

Con malos presentimientos, me dejé caer en el sillón.

–-¿Ha pasado algo?

–-Tu costurera se ha ahorcado.

Ica dijo más cosas, pero yo era incapaz de comprender el sentido de las palabras. Tan solo ha quedado la luz de las farolas, las formas estrictamente geométricas de las sombras, y los acobardados muebles agazapados en la penumbra.

–-¿Y el padre de Irma?

–-Está rabiando. Habla de alguna carta, y que nosotros tenemos que criar al niño.

–-A mí no me importaría.

–-Ya me lo imaginaba. A mí, francamente, me da igual. Lo meteremos en un asilo. Al fin y al cabo, ahora ya disponemos de él nosotros.

Ya disponemos de él nosotros. ¿Y quién dispondrá de nosotros?

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