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Escenarios de un hedonismo melancólico. Gyula Krúdy, el sibarita de la literatura húngara
Katalin Vinczellér
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Óbuda. Foto: Museo de Kiscell, Budapest |
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Si alguien quiere saborear la vida, lo que su padre o abuelo tuvieron la oportunidad de hacer, y ese tipo de vida ya no existe, se ve obligado a huir más allá de las letras minúsculas de los libros, si es que la fecha de la portada del libro coincide con la de aquellas producciones de vino que ayudaban a olvidar. (Gyula Krúdy)
Gyula Krúdy (1878-1933) constituye una singular isla dentro de las letras húngaras. La creación de una parte decisiva de su obra corresponde con una de las épocas más florecientes de la literatura húngara: la primera generación de la prestigiosa revista literaria de orientación occidental Nyugat (Nyugat en húngaro significa Occidente). Si bien publicó varios escritos en esta revista, no podemos afirmar que perteneciese al círculo de Nyugat. En realidad, jamás perteneció a ningún entorno y sus escritos fueron publicados en las revistas de la más diversa orientación e ideología. Esto se deba quizás a que sus temas son universales y ajenos del todo a la política. Admás, su estilo narrativo está impregnado de tanto lirismo que esto le permitía mantenerse libre de cualquier compromiso.
Krúdy puede considerarse una peña solitaria en varios sentidos de la palabra. Vamos a repasar primero sus cualidades físicas, detalladas con tanto ahínco en más de una monografía a él dedicada . Medía 189 metros, tenía un apetito enorme, que no sólo se extendía a la comida, sino a todos los ámbitos de la vida: las mujeres, las aventuras amorosas, los duelos, las amistades, el vino, el ir de copas, las carreras de caballos, la literatura y las artes. Uno de los escenarios principales de estos placeres fue Óbuda, la Antigua Buda, que pertenece a la parte más ancestral de la actual Budapest. En la Antigüedad ya era una zona habitada, y el barrio ha conservado hasta nuestros días rastros de la cultura romana. En el siglo XVI se fundaron los establecimientos de la cultura del baño, importada por los turcos, como por ejemplo el baño Császár, aún hoy abierto al público. Son escenarios menos antiguos, pero lo suficientemente románticos, como la posada El Águila Negra o todas las tabernas, mesones, cafés, callejones tortuosos que podían visitarse y que apenas necesitaban ser noveladas. Eso mismo se puede afirmar acerca de la biografía de Krúdy, que es una excelente materia prima para la creación de mitos. Los documentos de su genealogía paterna se remontan hasta el siglo XV. La mayoría de los once hermanos del escritor llegó al mundo como hijo ilegítimo, porque los padres estuvieron mucho tiempo juntos sin casarse. El enorme apetito de Krúdy no se refería tan solo a la recepción, sino también a la producción. Su obra se compone de más de cien novelas, unos dos mil relatos y cuentos y más de cien dramas, sin mencionar su labor como cronista. La recopilación de sus obras completas sigue hasta nuestros días, y los expertos dicen que están lejos de finalizar la tarea.
La obra de Krúdy merece atención asimismo desde el punto de vista de la intersección entre ficción y realidad. La persona de Krúdy está, desde un principio, rodeada de leyendas, mientras que los personajes ficticios de sus novelas o relatos brotan muchas veces de personas reales, reconocibles con facilidad. Dichas figuras ocupan mucho en la literatura, y tienen la costumbre de identificarse con héroes románticos. El periodista Kázmér Rezeda, por ejemplo, se identifica con Onegin, y Eduárd Alvinczi con el Conde de Montecristo. En los escritos de Krúdy aparece como motivo determinante la descripción minuciosa de diferentes tabernas y de restaurantes con su menú. Numerosos literatos se han dedicado a indagar los escenarios reales que habrían servido de modelo a todos estos. La situación es, sin embargo, sumamente complicada, ya que entretanto han aparecido muchos mesones en Óbuda, el Svábhegy o en el Tabán que procuran atenerse al ambiente y al menú conocidos por las obras de Krúdy. Así pues, hoy es ya casi imposible decidir qué había sido antes: el vino con sifón y la pasta con requesón de un auténtico(¿?) mesón de Óbuda, con los manteles a cuadros, o el relato correspondiente de Krúdy que los eterniza o los inventa. Y no es únicamente el menú el que despierta dudas de esta índole, sino también las costumbres alimenticias. Leyendo los llamados cuentos del estómago de Krúdy o sus escritos sobre el vino y los hábitos de tomarlo puede dar la impresión de que los placeres culinarios proporcionan la esencia del ser. Se aprovecha con insitencia del obvio juego de palabras entre los vocablos étel (comida) y élet (vida). Como si dsifrutando de las comidas (y, desde luego, bebidas) la vida cobrara plenitud, o, por lo menos se lograra captar unas correlaciones más profundas de la misma. La carpa a la serbia con la páprika y el tocino asado o las diferentes maneras de preparar la sopa de cangrejo, la orgia de los colores y los sabores de los helados, la mayor o menor corpulencia de los vinos, los quesos madurados de las más diversas maneras trascienden de su significado primario. De esta forma se puede identificar uno u otro tipo de mujer con el helado de vainilla o de chocolate, el carácter del hombre huraño con el queso endurecido.
En el mundo ficticio de Krúdy parece hacerse realidad la tesis calderoniana de la vida es sueño, completándose con el refrán húngaro: Étel, ital álom, legjobb ez a három (Comer, beber y soñar, son lo mejor de la vida). Ni en sus novelas y cuentos, pero ni siquiera en sus dramas, hay un argumento palpable; los personajes y las historias están flotando entre el disfrute de la vida y la constante melancolía por perderla. El flan de frutas más dulce se vuelve en salado por las lágrimas del protagonista, pero incluso el estofado de carnero más picante lo puede hacer digerible una sabrosa anécdota, por ejemplo, sobre un duelo amoroso. Los personajes de Krúdy nunca se convierten, sin embago, en víctimas de su propia voracidad, son glotones tan sólo hasta lograr hacer más soportable la inevitable insensatez de su ser.
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