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Cine en la periferia
Béla Tarr
1955
El nombre de Béla Tarr suena familiar para los críticos del cine y los cinéfilos más apasionados. El público más amplio tuvo la oportunidad de conocer a este singular director húngaro en la última edición del Festival de Cannes, donde presentó su nueva película El hombre de Londres, cuyo guión había preparado en colaboración con su amigo y compañero de toda la vida, el distinguido escritor László Krasznahorkai.
Los organizadores de la 60ª edición del Festival de Cannes prepararon para mayo de 2007 una auténtica programación de aniversario: en el certamen estaban presentes los mejores de los mejores, una compañía selecta del cine de autor de los últimos 15-20 años directores, entre cuyos trabajos se encuentran algunos que acaso pueden ser objetos de crítica, pero su obra ya forma parte, con seguridad, de la historia mundial del cine, escrita en Europa; Wim Wenders, Gus van Sant, Quentin Tarantino, Wong Kar Wai, los hermanos Cohen y Emir Kusturica pertenecen, sin lugar a dudas, a este grupo. Con la invitación al certamen de la película El hombre de Londres Béla Tarr llegó a formar parte de esta selecta compañía. El director húngaro es tal vez el más el conocido mundialmente. En su patria no pertenece al mainstream, sin embargo, está rodeado de la admiración crítica de los cinéfilos.
La fama mundial lo alcanzó en Nueva York: fueron la revista Village Voice y Susan Sontag las que descubrieron en él la peculiaridad, que a la vez guarda profundamente su carácter de Europa del Este, y al mismo tiempo, lo supera; conserva sus raíces documentaristas, mientras que estudia la condición humana en general. Visto desde allí, Tarr puede parecer exótico, hasta ostentoso por su localismo, pero las vagonetas que van chirriando sin parar en La condena no son menos emblemáticas que el tronco seco detrás de Vladimir y Estragon.
Los cuadros de Tarr, compuestos con un rigor y una coherencia especiales, son todos piedras angulares de una cosmovisión general, de fundamento filosófico (y hasta metafísico), pero al mismo tiempo él no deja de ser consciente de la realidad poética de los detalles. Por esta razón el hecho de que sus primeras películas fueran inspiradas por el cinema verité no parece una quiebra en su obra, ni siquiera un cambio. El Nido familiar (que en Mannheim había ganado el Primer Premio), película rodada en 1977, a sus 22 años, tan solo en cuatro días, se hizo con actores aficionados; la protagonista se ve obligada a mudarse con su hija al apartamento, de una sola habitación, de la familia de su marido, que está cumpliendo el servicio militar: en el angosto espacio hay seis personas intentando dominar a los otros y controlar la situación. El director no dio a los actores un guión definitivo, tan solo la descripción breve de las escenas, así que ellos prepararon la película haciendo de sí mismos, improvisando. Pobreza, falta de perspectiva y poquísima esperanza con esta y sus dos películas siguientes Béla Tarr llegó a ser uno de los fundadores de la Escuela de Budapest: el uso consciente del lenguaje fílmico se asociaba al compromiso social y descubría los problemas que la política de entonces, que se declaraba de izquierdas, no era capaz de resolver, así que trataba de negarlos. En estas películas la soledad de los que huyen del pueblo a la gran ciudad, las dificultades insuperables de conseguir piso se convierten en palpables dramas humanos quizás sea por eso que muchos círticos comparan estas películas tempranas al cine de Cassavetes.
En la segunda etapa de su obra Tarr superó varios de los atributos formales de sus películas tempranas, sin embargo, conservaba su radicalismo formal; en vez de improvisación utiliza planos compuestos a la manera del ballet, estilizados (así resultó ser su sello de identidad la toma extremadamente larga, por ejemplo su última película, El hombre de Londres está compuesta nada más que de 29 cortes); en vez de actores no profesionales que reviven su propia vida, trabaja con profesionales (entre ellos Hanna Schygulla y Tilda Swinton), pero hace todo lo posible para liberarlos de sus maneras, en vez de actuación exige sólo presencia; y su atención se sigue dirigiendo con obstinación hacia los desfavorecidos, los sin esperanza, los incapaces de la victoria. Pero ya no engaña a sus espectadores con que haya otra vida diferente de la suya.
La segunda etapa da comienzo con La condena, de 1988. De lo concreto, Tarr da un paso hacia lo general: deja la ciudad; sus escenarios apenas identificables se acercan más a la naturaleza, la cual no refleja consolación, sólo una extrema angustia. La imagen es en blanco y negro, el tiempo está detenido, el ambiente adverso. La lluvia continua evoca el diluvio sin fin, que ni siquiera llega a la verdadera tragedia y se queda atrancado a medio camino. Lodo, más lodo, y soledad completa; sus personajes retraídos, que parecen aceptar con resignación la imposiblidad de las relaciones humanas y que han llegado hasta el final, donde siguen aguardando, son todos tristes soldados rasos del purgatorio: la cámara estudia minuciosamente un único momento detenido del tiempo. En Tango satánico, durante siete horas y media. Un detalle de la pared puede cobrar la misma importancia dramática que una acción entre dos personas, ha declarado el director. El largo baile circular, sin avanzar, resuena en la escena de taberna de Las armonías de Werckmeister, en la cual el cartero chiflado del pueblo trata de explicar a los clientes habituales de la tasca la revolución de los planetas, organizándolos en astros abandonados, que giran solos.
La historia de amor, que tiene lugar en una ciudad minera inidentificable, del fin del mundo (La condena), los estafadores, que engañan a los vecinos de un pueblo igualmente lejos de todo, con la ilusión de una nueva vida (Tango satánico), o la chusma, que se suelta por influencia de un extraño saltimbanqui ambulante (Las armonías de Werckmeister), señalan, con una perseverancia extraordinaria, la condición de abandonado del hombre. El vacío del cielo y la nimiedad de las relaciones humanas es constante en ellos, pero la presencia de la metafísica como nuevo motivo es cada vez más dominante: el satimbanqui de Las armonías de Werckmeister trae a la ciudad una enorme ballena disecada; mirando en los ojos omniscientes, vacíos del animal muerto, los proletarios de la ciudad se lanzan a una destrucción frenética e irracional. La obra de Tarr no es la historia del alejamiento de la realidad, sino más bien de cómo él la toma cada vez más en serio; su firmeza sin concesiones, tanto a nivel de la forma como del guión, le conduce hacia adelante en el camino que había emprendido con sus películas documentales. Hasta la periferia de las periferias. ¿A dónde sigue el camino desde ahí?, pues a esta pergunta no hay respuesta. A no ser en la próxima película de Béla Tarr.
Andor Deutsch
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