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La amante de Bolzano

Traducción de Judit Xantus

Título original: Vendégjáték Bolzánóban
Salamandra • Barcelona, 2003
Lenguas de edición: castellano, catalán

Dos hombres, una mujer y la huella imborrable del tiempo. La tercera obra de Márai en abordar estos elementos universales —la escribió en 1940, después de Divorcio en Buda y antes de la sublime El último encuentro—, culmina asimismo con un conmovedor duelo verbal y psicológico, de múltiples connotaciones, que invita a la reflexión. Y aunque en esta ocasión Márai haya escogido un personaje histórico como Giacomo Casanova, el desarrollo de la narración deja bien claro que, más allá de su dimensión real, el famoso gentilhombre veneciano representa el arquetipo del aventurero intrépido, amoral y sin escrúpulos, un símbolo del hombre que, en su afán por encontrar la felicidad, destruye los medios para alcanzarla.

Fugitivo de la justicia, Casanova se refugia en Bolzano, ciudad donde reside la única mujer que ha amado en toda su vida. Pese a los años transcurridos desde que perdió a Francesca en un duelo con el conde de Parma, el gran seductor nunca ha podido desprenderse del anhelo de poseer a la otrora bellísima joven. Ahora, el destino pone en sus manos la gran ocasión de saciar su deseo insatisfecho: el conde, viejo, cansado y temeroso de perder a su mujer, que sigue enamorada de Casanova, le ofrece dinero y libertad a cambio de decepcionar a Francesca, para lo cual el cínico y superficial mujeriego deberá, en el transcurso de unas horas, realizar la actuación más difícil de su largo historial donjuanesco. Al caer la noche, mientras Casanova se prepara para acudir al baile de máscaras, Francesca lo sorprende presentándose en su aposento. Antes del alba, con el único instrumento de un discurso sincero y apasionado, la amante ingenua despojará al curtido aventurero de todas sus máscaras, obligándolo a enfrentarse con el terror del vacío, la soledad y el exilio.

Críticas
El seductor seducido

Francisco Solano
El País – Babelia, 12 de abril de 2003

Escrita en 1940, después de Divorcio en Buda y La herencia de Eszter, y antes de El último encuentro (todas en Salamandra), La amante de Bolzano aborda directamente el tema de la seducción. De ahí la elección de Casanova que, como se sabe, fue un maestro en el arte de hechizar a las mujeres, degustar sus favores y escapar del compromiso de su palabra. Como es habitual en la narrativa de Márai, la compacta densidad del personaje -seguro de sí mismo, despectivo, asentado en el privilegio de su fama-, sufrirá un sorprendente revés que lo transformará, durante unas horas, de seductor en seducido, de poderoso en dominado, de señor de los placeres en víctima del amor. Esas horas (imaginarias) le interesan a Márai para explicitar, con su hermosa exageración retórica, la tragedia íntima de Casanova, que no es otra que el miedo a la realidad.

Fugitivo de la justicia, Giacomo se refugia en una posada de Bolzano, ciudad donde vive Francesca, la única mujer que no logró conquistar, perdida tiempo atrás en un duelo con el conde de Parma, ahora su anciano marido. Sobre Giacomo pende la amenaza del conde, que juró que lo mataría si intentaba verla. No obstante, propondrá al veneciano un contrato, según el cual deberá seducir y abandonar a su mujer durante una fiesta de máscaras, y luego huir para siempre de la ciudad. El contrato estipula que deberá ejercitar al máximo su “género artístico”: seducir y decepcionar, sin hacer daño. Para llevar a cabo su tarea, Giacomo elige el disfraz más insólito: se viste de mujer. Antes de salir, Francesca lo visita, disfrazada de caballero, y con la inversión de identidades Giacomo sufrirá las consecuencias de los requisitos del contrato.

Sándor Márai, de este modo, construye un diálogo de juego y exhibición dialéctica, o más bien de monólogos dialogantes, donde los contrincantes no son Francesca y Giacomo, sino el amor y la seducción. El tercer contendiente en la sombra, el marido, representa la razón, “un arma sin fuerza ni posibilidad de victoria en el duelo de los sentimientos”, según espeta Giacomo al conde de Parma. Para el libertino, no hay distancia entre sus deseos y sus actos. Para la paciente enamorada Francesca, en cambio, el amor es eterno, “como todos los sentimientos verdaderos”. Triunfará sobre su seductor, pero el virtuosismo de Márai condena a ambos al mismo vacío existencial, aunque a una soledad distinta.


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