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¿Quién es el traductor actual de Imre Kertész, Ádám Bodor y László Krasznahorkai?
Adan Kovacsics.
Mateo Díaz García.
Anna Svetopulska.
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La pata de liebre

Ernõ Szép


Te pido, querido lector, que me honres con tu paciencia. Voy a garabatear aquí una pequeña historia baladí, procedente del baratillo de mi vida. Lo interesante de ella no es que me haya ocurrido a mí, sino simplemente que haya ocurrido, y todo lo que ha sucedido alguna vez en alguna parte resulta siempre muy interesante.

Te pido, querido lector, que me honres con tu paciencia. Voy a garabatear aquí una pequeña historia baladí, procedente del baratillo de mi vida. Lo interesante de ella no es que me haya ocurrido a mí, sino simplemente que haya ocurrido, y todo lo que ha sucedido alguna vez en alguna parte resulta siempre muy interesante. Te confieso que en mis ratos solitarios suelo escudriñar todas las fruslerías que me han sucedido en la vida. A veces incluso soy capaz de recordar suspiros del pasado que han abandonado mis labios para evaporarse en el invisible aire. Los descubro, y mi imaginación se entretiene con ellos y les da tirones como a un pelo hallado al azar. Me interesan los asuntos de todas las personas, me interesa también lo que me ha sucedido a mí, porque yo también soy un ejemplar del género humano. Y como tal, yo también iba a la escuela. Y estudiaba álgebra. Ay, ¡qué va! no la estudiaba, solo me la enseñaban. El señor profesor mientras explicaba, tosía cada dos palabras. Escuchaba al señor profesor y pensaba que estaba enfermo, por eso tosía. El señor profesor, si la tos le quitaba la palabra, a veces desplazaba la mirada de la pizarra a la blanca pared, y yo podía ver sus distraídos ojos. Asimismo me fijaba en su nuez de Adán, que subía y bajaba en la ancha abertura del bajo y deslucido cuello de tirilla mientras hablaba; me quedaba mirando bajo la nuez de Adán del señor profesor su corbata plana, humilde y de un azul tenue, porque esa también me interesaba. Mi mano tomaba nota diligente y honestamente de lo que nos explicaba el señor profesor, y yo, mientras escribía, la alzaba muchas veces y me la sacudía por el cansancio. Pero el álgebra iba directamente de mis oídos a mi mano derecha, evitando el cerebro. Cuando luego el señor profesor me llamaba a la pizarra, cogía la tiza y la pata de liebre del borde de la cátedra y escribía meticulosamente el largo problema que dictaba el señor profesor. Luego se producía una pausa de esas que los dramaturgos señalan en sus acotaciones como pausa grande. El señor profesor me miraba a mí, y yo miraba la pizarra y discurría. La clase estaba sentada en absoluto silencio como el público en el teatro. A mí, en esas ocasiones, se me pasaban por la cabeza todo tipo de cosas. Me acuerdo de que en una ocasión me quedé reflexionando sobre la pata de liebre, que mantenía en mi mano izquierda. La utilizábamos para sustituir a la esponja. Estaba un poco desgastada, había echado canas de tanta tiza y la planta estaba completamente plana. ¡Era tan curioso tener entre las manos y sentir con los dedos el pelo de la pata de liebre¡ Esta me recordó a las tres otras patas de la misma liebre. ¿Qué carrera habrán hecho? Esta que tengo en la mano se dedica al álgebra, las demás sin duda son más felices y corretean por el campo. Seguramente echan mucho de menos a esta cuarta pata, pues las patas de liebre suelen correr juntas, las cuatro. Ahora las tres solo cojean por mucho que se esfuercen. Les dará lástima esta cuarta pata, porque sin duda las cuatro se querían mucho como buenas hermanas, habían llegado al mundo al mismo tiempo, se habían acostumbrado unas a otras y estaban unidas en lo bueno y lo malo. -Anda, ¿qué pasa? -me dijo el señor profesor. Volví la cabeza hacia la cátedra. El señor profesor miraba distraído mi pelo. Yo pensaba en la liebre entera, su chata nariz, su largo bigote, sus dos grandes orejas que se extendían en dos direcciones opuestas, su corta cola. Se me ocurrió que quizá habrían matado a la liebre cuya pata llevaba en la. La liebre que tenía en mi imaginación cerró de pronto los ojos y agachó ambas orejas. Me dolía llevar en la mano la pata de la liebre muerta.

–Piense, por favor -dijo el profesor con voz más alta, tosió y cogió el lápiz.

Pensé. Me entró la sospecha de que efectivamente, se mataba a las liebres. Ya había visto caza de liebres en el campo, pero solo veía que los cazadores se llevaban los fusiles a la cara y lanzaban un gran disparo, y entonces la liebre empezaba a correr a toda velocidad hasta desaparecer por completo. A lo mejor creía que los disparos eran para que la liebre pudiera correr tan magníficamente y que ellos pudieran disfrutar del espectáculo. Sin embargo, la pata de liebre me reveló la terrible verdad. La ventana estaba abierta, porque era una primavera calurosa, el aula se encontraba en la primera planta, miré afuera, más allá de las casas veía unas frondas verdes y las nubes de seda blanca del cielo.

–Vamos bien -dijo el señor profesor en tono abrumado y bajó la vista a su libreta.

Sentí vergüenza. Ojalá me ponga ya un suficiente y pueda volver a mi pupitre junto a Pali. La liebre tiene que morir allá en el campo, pensé y la cosa no terminó de gustarme. El señor profesor se inclinó sobre su libreta, escribió el suficiente sin siquiera mirarme:

–Borre la pizarra y regrese a su sitio.

Alcé la pata de liebre y contemplé los pálidos y grises círculos de nubes que hacía con ella en la pizarra. La pata de liebre estaba en mi mano izquierda y yo tenía la sensación de que sus rotos nervios continuaban en mi mano y mi brazo, y que la cuita de aquella pequeña vida pasada, encerrada en la pata de liebre se acercaba a mi corazón y se adentraba en él. Y eso que yo era inocente, a mí no me interesaba el álgebra, y por mí la pobre liebre podía haber vivido incluso cien años.

Traducción de Eszter Orbán y Elena Ibáñez

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