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Y entonces nos veremos
Ádám Bodor
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Yoni Kuptor, el ex observador de corzos, decidió en su todavía época de observador de corzos, romper con Gizella Weisz. Una tarde, mientras la mujer se preparaba para marcharse, con movimientos blandos por la felicidad de haber pasado varias horas juntos, y mientras esperaba con mirada somnolienta el único autobús hacia la ciudad para regresar a casa, el entonces todavía observador de corzos anunció que pronto iba a cambiar de oficio, tendría uno incluso más confidencial que ese, y entonces ya no podrían volver a verse.
Bueno, si quieres, podrás verme de vez en cuando-trató de consolar Yoni Kuptor a Gizella Weisz-. Para ello te regalaré un catalejo. Te daré uno de mis cuatro catalejos, y desde allí-el observador de corzos señaló hacia un montículo cubierto de matas de arándano-, desde aquel montículo podrás echar un vistazo tras los cebaderos de corzos. Aunque, quién sabe dónde estaré yo entonces.
Gizella Weisz cogió el catalejo, marrón y reluciente por el desgaste y con las lentes rayadas, e intentó meterlo junto a sus zapatillas y su toalla. No se enfurruñó, alrededor de sus ojos centelleaba más bien una tenue serenidad, como si se estuviera alegrando de algo. Por ejemplo, de que observar desde la distancia fuera quizás una excursión no probada del amor, y en ese caso tal vez tampoco la separación resultaría duradera ni definitiva: a lo mejor el nuevo oficio de Yoni Kuptor sería sólo una pequeña aventura pasajera anteriormente no detallada, de la que regresaría purificado para volver a instalarse en su regazo.
Sin embargo, cuando se interesó por el nuevo oficio, el semblante de Yoni Kuptor se endureció:
El mundo es adusto. Es un nuevo oficio, que baste con eso. Qué es exactamente, no te lo puedo decir.
El autobús ya pitaba en alguna lejana curva al fondo del valle, sin duda dentro de poco estaría allí, daría la vuelta y se llevaría a Gizella Weisz a la ciudad.
Desde luego, yo me quedo con los otros tres catalejos-explicó el observador de corzos-, y a veces yo también miraré por alguno de ellos. Así podrá ocurrir que los dos miremos por los catalejos en el mismo momento, y entonces nos veremos.
Desde el cebadero de corzos, el autobús llevaba a una sola pasajera: el conductor veía por el retrovisor el sereno rostro de la mujer despedida. Gizella Weisz podía incluso sonreír, porque su bolso, con el duro catalejo en su interior, a veces le golpeaba la pierna. Había quedado para ella aquel montículo concedido, desde donde podría echar un vistazo más allá de los cebaderos de corzos y desde donde, si su tiempo se lo permitía, no se movería hasta no descubrir a Yoni Kuptor caminar con su fardel colgado del hombro con los secretos instrumentos de su nuevo oficio dentro, hacia la espesura.
Y si Gizella Weisz se lanzaba tras él a paso presuroso desde el montículo, y acechaba a dónde se dirigía y dónde se detenía, y alquilaba en la proximidad un mirador no autorizado, y lo espiaba desde ahí hasta que el ex observador de corzos también recorriera con su catalejo los montículos circundantes, entonces un día quizá llegasen a mirarse a los ojos a través de las rayadas lentes gruesas. Y eso sería muy bueno.
Traducción de Eszter Orbán y Elena Ibáñez
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