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Óliver VII
Antal Szerb
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Fragmento de una ilustración de László Réber de Óliver VII editada por Magvetõ en 1966 |
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Nuestro rincón literario de este mes es Alturia, adonde nos lleva Antal Szerb con su Óliver VII, publicado por primera vez en español por la editorial greylock en 2018. La versión original de la novela salió a la luz en 1942 bajo el seudónimo de A. H. Radcliff. En su anhelo de una vida cómoda, agradable y sin mayores responsabilidades, el monarca del imaginario del reino de Alturia Óliver VII decide escapar a Venecia para zambullirse en la vida real. Según la editorial, Óliver VII es una fábula agridulce concebida bajo el punto de mira de la diana nazi y escrita con un humor idealista que muestra los valores inspiradores de una humanidad misericorde, sabia y justa, pero que fueron olvidados al paso de la desesperanza que cruzó Europa.
Capítulo II
En Alturia la situación era la siguiente: Simón II, el predecesor del actual monarca Óliver VII, como gobernante había sido excepcional, y el país seguía pagando las consecuencias de ello. Modernizó el uniforme del ejército, la educación primaria, introdujo el teléfono y los aseos públicos en Alturia, y muchas cosas más. Su actividad benéfica le pasó una gran factura a las finanzas del país. El pueblo de Alturia es de naturaleza particularmente soñadora, imaginativa y poética, como todo el mundo sabe por los manuales de geografía.
Aparte del trono, Óliver VII heredó de su padre una situación financiera desastrosa. El propio rey, siendo alturio de pura sangre, y de naturaleza soñadora, no era apto para llevar asuntos financieros y por lo visto tampoco fue muy afortunado a la hora de elegir a sus asesores, pues, si bien estos se enriquecieron, las arcas del estado se empobrecieron. El ministro de Finanzas más de una vez se vio obligado a recurrir a soluciones que podrían calificarse de cómicas para poder pagar a los funcionarios estatales el primer día del mes; en una ocasión, por ejemplo, pagó a todo el cuerpo de funcionarios con las monedas de cobre procedentes del peaje del puente de las cadenas de Lara. Las malas lenguas decían que fueron sus hombres enmascarados quienes perpetraron el temerario asalto a la cámara acorazada de la filial de Barclays Bank en Lara.
Y Pritanez, el ministro de Finanzas, planteó ese ambicioso plan de saneamiento que acabó provocando la insatisfacción revolucionaria.
Las fuentes de ingresos de Alturia eran prácticamente solo dos: el vino y las sardinas. El célebre vino tinto de Alturia, que preserva el recuerdo de veranos y días del sur en forma bebible y ennoblecida; y las célebres sardinas de Alturia, ese animal menudo pero simpático, en aceite o también en tomate, consuelo de excursionistas y solterones. Desde hacía siglos, los compradores principales del vino y las sardinas de Alturia eran los ricos habitantes de Norlandia, ya que, debido a su severo clima, la vid allí no se daba y la sardina asimismo evitaba sus frías costas.
Cuando, en los primeros años del reinado de Óliver VII, las arcas del estado alturio comenzaron a mostrar indicios alarmantes de atrofia, un buen día el famoso Coltor visitó a Pritanez, el ministro de Finanzas. Coltor era el mayor magnate de Norlandia. Se contaban leyendas sobre su increíble fortuna y de las cosas pasmosas que había llegado a comprar y vender. Coltor no compraba minas, fábricas, tierras o periódicos, como los demás grandes hombres de negocios, sino que siempre era algo a partir de lo que él pudiera crear algo diferente. Por ejemplo, les compró a Norlandia y a los países vecinos una cantidad de zapatos sueltos, a los cuales por algún motivo les faltaba su pareja, y gracias a un prodigioso ingenio técnico, de los zapatos para el pie derecho hacía zapatos para el pie izquierdo, y los zapatos para el pie izquierdo los convertía en zapatos para el pie derecho, y así hasta que no quedó ningún zapato desparejado, y entonces los vendió. Fue él quien introdujo las paredes hechas de cebollas para casas, el cigarrillo de tela, el hervidor accionado por hormigas, y quien fue capaz de fabricar aceite nutritivo a partir de la famosa niebla de Norlandia. Eran incontables los inventos que vendía y explotaba comercialmente.
Y entonces, después de haber comprado y vendido de todo, se le ocurrió la idea de comprar un país. Le propuso a Pritanez comprar toda la producción de vino y sardinas de Alturia, y a cambio él se haría cargo de sanear la maltrecha situación económica del país. Como los alturios de todos modos eran gentes de espíritu poético, para quienes ocuparse de asuntos de dinero no eran más que fuente de preocupación y decepción, él se ofreció a quitarle este peso de encima al país.
Pritanez abrazó la propuesta con el mayor entusiasmo, con mayor razón porque Coltor unía a la firma del contrato las perspectivas de una recompensa a la que ni en sueños podría aspirar el ministro de Finanzas de un país pobre, eso sí, siempre y cuando dispusiera de la resolución de Cesare Borgia, pero no era el caso; era un hombre cauto y orondo que vivía en un permanente estado de pavor.
A costa de extender promesas semejantes a los demás ministros, Pritanez logró asegurarse el apoyo de estos también. Pero aún le faltaba el más importante, el consentimiento del rey. En un principio Óliver VII se opuso al plan con una virulencia inusitada en él. No quería ni oír hablar de que su país fuera vendido a extranjeros, y se ponía rojo de ira solo con que Pritanez osara mencionar la idea. Pritanez ya empezaba a ver que aquel maravilloso plan fracasaría por culpa de la tozudez del joven e inexperto monarca.
Coltor entretanto fue elaborando el plan de manera cada vez más detallada, como si no hubiera obstáculo alguno por parte de Alturia. Consiguió suscitar el interés de las esferas de poder de Norlandia, las cuales, si bien en un principio tacharon la idea de temeraria, poco a poco fueron mostrando más entusiasmo. Finalmente, el Gobierno de Norlandia hizo suyo el proyecto y ahora era el barón Birker, el embajador en Lara, quien hacía lo posible para convencer a Óliver VII. Al final, por lo que se vio, el razonamiento lógico de Birker conseguió persuadir al rey, y este reconoció que su país no tenía escapatoria del caos financiero, de modo que finalmente aceptó firmar el plan de Coltor.
El Gobierno de Norlandia entonces pensó que además sería necesario algún tipo de garantía para que con el paso del tiempo el monarca no revocase su decisión y permaneciera fiel defensor del acuerdo. Y, dado que los norlandios en general creen firmemente en la vida familiar, estos consideraron que la mejor manera de asegurar la fidelidad del rey sería uniéndolo a la Casa Real de Norlandia por medio de vínculos personales. De ahí que propusieran que Óliver tomara como esposa a la princesa Ortrud, la hija del emperador de Norlandia.
Óliver no tenía objeción alguna a ello, pues conocía bien a la princesa Ortrud desde la infancia, alguna vez que otra habían jugado juntos en los polvorientos jardines del palacio. Ortrud era una princesa bella, joven y cultísima, y siempre los había unido una buena amistad.
Las dificultades empezaron a ponerse de manifiesto cuando se les anunció a los ciudadanos que pronto tendrían una nueva reina en la persona de Ortrud. En general a los alturios les gustaban mucho estos acontecimientos dinásticos, igual que a los ciudadanos de cualquier otro país, y el Gobierno de Alturia en esta ocasión contaba asimismo con el entusiasmo popular. Pero no fue esto lo que sucedió. La prensa dijo que nunca en la historia de Alturia se había visto que un monarca de la católica Alturia tomase como esposa a una mujer protestante. Después, curiosamente, empezaron a circular todo tipo de rumores estúpidos, diciendo que desde hacía varios siglos todos y cada uno de los miembros varones de la familia real norlandia habían sido borrachuzos, mujeriegos o retrasados mentales.
Algunos diarios se deleitaron escribiendo detallados artículos que informaban de cómo, por ejemplo, Eustaquio IV, rey de Norlandia, robó la corona pequeña para empeñarla en la casa de empeños de un griego, o cómo el príncipe Simiskes se ahogó en estado ebrio en un bidón lleno de agua de lluvia.
Y después, un día, estalló el gran escándalo. La prensa de la oposición se enteró de todo el plan urdido por Coltor, y lo hizo público con el correspondiente comentario lleno de indignación. Aquello fue tanto más desconcertante porque, aparte del rey y de los ministros, nadie en este mundo sabía de este plan, y a decir verdad a nadie de ellos les interesaba que saliera a la luz antes de tiempo. A partir de ese momento los ministros empezaron a mirarse unos a otros con más desconfianza que nunca, abotonando sus monederos antes de entrar en los consejos de ministros y quemando en casa sus cuadernos de contabilidad. Aun así, por mucho que indagaron no fueron capaces de averiguar quién de ellos había sido el traidor.
Fue entonces cuando se puso en marcha el papel del doctor Delorme y sus venenosos escritos. En sus demoledores editoriales vertía toda su lava a diario contra aquel plan traidor que vendía la patria y supondría la destrucción total de Alturia: llegaba a resultar incomprensible cómo podía un solo hombre contener tanta lava en sí. Y el pueblo de Alturia estaba cada día más dispuesto a tragar toda aquel veneno diario que le servían los periódicos. El Gobierno hizo uno o dos torpes intentos para silenciar a la prensa, pero en aquella época la técnica de silenciar a la prensa aún estaba en un estadio extremadamente subdesarrollado.
El joven monarca fue perdiendo cada vez más popularidad. Cuando hacía alguna aparición pública era recibido por miradas lúgubres y hostiles, si bien hasta entonces a los bondadosos alturios siempre les habían brillado los ojos de emoción con un rey tan joven. Retiraron de las paredes de las tabernas los retratos al óleo con su efigie, y se hundieron las ventas del jabón para bebés, la sidra y la cesta de viaje que estaban decorados con la cara del rey, por mucho que rebajaran su precio los desconcertados comerciantes. Al pueblo de Alturia, como a los pueblos meridionales en general, le gustaba expresar sus opiniones políticas en forma de lemas por las paredes. Ahora, los hasta entonces omnipresentes ¡Viva el Rey! y ¡Óliver VII es nuestro orgullo! daban paso cada vez más a otros como ¡Fuera los extranjeros!, ¡Muerte a Coltor! o ¡Exigimos la libertad de las sardinas!.
Las organizaciones clandestinas aumentaron cada vez más el descontento general. Los alturios, si bien de carácter apacible y soñador, eran todos conspiradores natos. Desde hacía siglos habían canalizado sus inclinaciones deportivas en esta dirección. Los conspiradores procedían de todos los estratos sociales, como pudimos ver en el capítulo anterior. De acuerdo con la ancestral tradición conspiradora alturia, los insatisfechos juraban fidelidad al Capitán Sin Nombre. Había quien creía que el Capitán Sin Nombre no era sino una idea mítica, mientras que otros, la mayoría, tenían por seguro que el Capitán Sin Nombre era una persona real, y que haría acto de presencia en el momento decisivo. El objetivo manifiesto de los conspiradores era obligar a Óliver VII a abdicar y poner en su lugar a Geronte, su tío, el príncipe de Algarthe, a quien Sandoval tenía que visitar al día siguiente.
Traducción de Fernando de Castro García
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