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Pixel. Tercer capítulo, historia de unos ojos

Krisztina Tóth


La mujer está sentada al borde de la hilera de asientos, inmediatamente junto a la puerta, en un vagón de metro de Budapest. Justo en el mismo vagón en el que estaban sentadas Gavriela y Cosmina en otra historia. Yo, la narradora, a saber, la persona cuya voz, a veces apagada, otras bien perceptible, han podido oír también antes, como en la retransmisión radiofónica de una función teatral, estoy sentada frente a ella, en el mal ventilado vagón del tiempo presente. Hasta ahora no me había percatado de la mujer, dado que yo iba de pie, pero enfrente ha quedado libre un asiento. En estas ocasiones una comienza a observar sin querer a los otros, salvo si la muchedumbre es tal que las ropas de la gente apiñada le ocultan el espectáculo.

La mujer está sentada al borde de la hilera de asientos, inmediatamente junto a la puerta, en un vagón de metro de Budapest. Justo en el mismo vagón en el que estaban sentadas Gavriela y Cosmina en otra historia. Yo, la narradora, a saber, la persona cuya voz, a veces apagada, otras bien perceptible, han podido oír también antes, como en la retransmisión radiofónica de una función teatral, estoy sentada frente a ella, en el mal ventilado vagón del tiempo presente. Hasta ahora no me había percatado de la mujer, dado que yo iba de pie, pero enfrente ha quedado libre un asiento. En estas ocasiones una comienza a observar sin querer a los otros, salvo si la muchedumbre es tal que las ropas de la gente apiñada le ocultan el espectáculo.

La mujer, a ojos vistas, es ciega. Está sentada con una postura decidida y recta, lleva gafas oscuras. A su lado, todo tipo de bultos, y junto a los bultos, un bastón blanco. La minúscula puntilla de plástico, con la que tantea el camino, toca el suelo junto al zapato de la mujer. ¡Vaya! La mujer lleva tacones. Una ciega vanidosa y esbelta. Estará sentada junto a la puerta porque cuando subió, seguramente alguien le cedió el asiento.

Parada siguiente, muchos se levantan, ocultando a los que se sientan enfrente. Mientras tanto, reflexiono sobre los ciegos, evoco su andar cauteloso y suave, siempre listo para detenerse. Su singular postura de cabeza. Que nunca miran donde pisan.

Muchos se apean, otra vez se abre el espacio ante mí, y veo los asientos de enfrente. La mujer sigue sentada rígida. Tendrá entre cincuenta y sesenta años, pero es de ésas cuya edad es imposible de apreciar. Lleva una vistosa falda marrón y una chaqueta de color parecido, también marrón. Tiene las uñas pintadas. En un dedo lleva un interesante anillo llamativamente grande. Por fuera es rectangular, parece bien pesado. No hay forma de saber si es un anillo de compromiso, aunque quizá sea demasiado ancho para eso. No es una joya corriente.

De nuevo la parada siguiente, otra vez se me pone alguien delante. Me rondan por la mente las uñas pintadas de rosa claro. Pintarse las uñas es difícil, incluso para los que ven, requiere mucha experiencia. La mujer sin duda no se lo hace ella misma. Va a la manicura, lo que indica que no siempre fue ciega. Es una costumbre que le ha quedado de su vida anterior, y de la que no prescinde. O sea que ha perdido la vista. A buen seguro tiene un marido triste y mayor, que siempre le alaba las uñas. O hay en la ciudad una joven manicura que lo sabe todo de ella, ante la que incluso suele quitarse las gafas. Deja sus negras gafas de sol sobre la mesita mientras sus dedos reposan en un bol lleno de agua. No, no. Tiene una hija destrozada y atormentada por los remordimientos que le esmalta las uñas regularmente, y antes discuten un buen rato el color. La hija odia las manos venosas de su madre y le repugna el olor a acetona.

Veo de nuevo a la mujer, ahora le miro la cara y el pelo. Tiene el pelo cortado y teñido con cuidado, va al peluquero al menos una vez cada dos semanas. Sin duda esto también es un gesto hacia el triste marido. Antaño, la mujer tuvo unos hermosísimos ojos azules, pero perdió la vista en un accidente. En un accidente de tráfico. No. Por una enfermedad tropical de los ojos. Su marido es diplomático, vivían en un país exótico, allí la incurable enfermedad de los ojos atacó a la mujer. La trataron también en Suiza, pero sólo consiguieron una mejora temporal, y eso que se gastaron un montón de dinero en las intervenciones. No. Antaño, la mujer tenía unos preciosos ojos color ámbar, en realidad fueron esos ojos de los que su enamoró su marido. El tumor del nervio óptico le fue diagnosticado hace unos pocos años, perdió la visión. Pero no se considera ciega, sólo se ha adaptado a esa circunstancia insólita y en realidad indignante. No. La mujer tiene los ojos verdes y sólo está ciega temporalmente, como el amor. La han operado de la retina y durante unas semanas tiene que protegerse de la luz, por eso lleva las gafas negras. El bastón blanco se lo ha comprado a instancias de su marido, se lo habían recetado, pero en realidad le da vergüenza. Cuando fue a recogerlo, se imaginó los trajes de baño con prótesis en el escaparate tan familiar y estuvo a punto de darse media vuelta. Cuando finalmente entró en la tienda de ortopedia, el corazón le latió desbocado. Los transeúntes lo mismo se creían que ella también tenía pechos postizos o algo así. También posteriormente la asaltó cierta sensación desgaradable, no fuera que alguien la hubiera visto desde el tranvía. Tendría que haber ido a otra tienda, pensó, pero conocía ésa, porque era la que le pillaba de camino a casa, desde hacía años ya.

Una inmensa multitud invade el vagón, ahora son los nuevos pasajeros los que me quitan la vista. Algo me inquieta, pero no puedo decir qué. Como un detective, pongo los detalles de un lado a otro en mi cabeza, y me doy cuenta de que aquí hay aquí una anomalía que aún no ha alcanzado mi conciencia. De pronto aflora en mi mente qué es lo que no cuadra. Me alegro, como el detective que de súbito se da cuenta de que hay en la historia un trocito que no encaja en el conjunto.

¡Ya lo sé! ¡Es esto lo que falla! La mujer lleva un reloj de pulsera. ¿Por qué lleva reloj? Probablemente como joya. Otra costumbre de su vida anterior a la que se aferraba rígidamente. Ponerse el reloj de oro es difícil, hay que entretenerse un buen rato con el broche. Se lo suele abrochar el marido, que se pone nervioso, sin embargo no se atreve a preguntarle para qué sirve que siga llevándolo. Hace años que no se atreve a preguntar nada, sólo a contestar, e incluso eso con cautela. Y cada vez que llega tarde al trabajo por la mañana piensa que eso también se debe al puto reloj, mejor dicho, a su esposa, porque otra vez le ha tocado bregar con el broche.

La muchedumbre se arrastra hacia la puerta. Entre los zapatos advierto los tacones de la mujer. Así que se ha levantado. Se dirige hacia la puerta, ahora puedo observarla de pies a la cabeza. En la mano, bolsas de papel con el logo azul de una tienda de decoración para el hogar. Con la otra mano sostiene el bastón, sin tantear el suelo. No, porque el bastón blanco en realidad es una barra de cortina con un remate de plástico.

Y el reloj no es un regalo de su hijo. Tiene dos hijos varones, pero ese reloj se lo ha regalado su hija, llamada Helga, sí. Es una falsificación. Ni siquiera precisa, porque cuando la mujer se apea, ve que el reloj del metro señala doce minutos más que el suyo. El reloj ha costado cinco euros, la hija le dijo a su novio en la playa griega que no importaba, era un regalo y punto. No quería gastar más dinero, en cualquier caso, ya se habían comprado un montón de cosas, y la verdad es que tampoco quería a su madre.

Traducción de Eszter Orbán y José Miguel González Trevejo

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