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El empollón contesta
Frigyes Karinthy
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Algunas naciones segregan humorismo, como otras sustancia lírica o linfa metafísica. Hungría es entre las primeras una de las más acreditadas. Miren ante sí o vuelvan su rostro al pasado, escritores como Federico Karinthy sólo encuentran motivo de regocijo, y lo guardarían para ellos solos — según ocurre con tantos humoristas presuntos — si no supiesen además comunicarlo al lector con un arte sutil. Porque se olvida frecuentemente que en este género de literatura el efecto consiste menos en lo que se dice que en el cómo está dicho. Un humorista sin técnica es simplemente un mal ángel contando un chiste.
(Adolfo Salazar, El Sol, 1931) |
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El empollón está sentado en el primer banco, donde hay sentados tres alumnos; él en medio; él, el empollón Steinmann. Su nombre no sirve tan sólo para designar a un individuo, sino que aquel nombre es todo un símbolo; los padres de todos los alumnos conocen aquel nombre. ¿Y cómo es que Steinmann se la puede aprender?—preguntan los treinta y siete padres de los treinta y siete alumnos… Dile a Steinmann que te la explique—le dice el padre a su hijo; y, en efecto, el hijo se lo pregunta a Steinmann. Steinmann se sabe todo anticipadamente: hasta aquello que el catedrático no ha explicado todavía. Colabora en las revistas matemáticas, sabe palabras misteriosas, de las que únicamente se enseñan en la Universidad. Hay cosas que también nosotros las sabemos; pero el modo como Steinmann las sabe es la certeza, lo Absoluto.
Steinmann contesta.
Es aquel un momento extraño y solemne. El catedrático mira durante largo tiempo su lista, y una tensión mortal se esparce por toda la clase. Cuando más tarde leí la historia de la Revolución francesa me enteré de cómo llamaban a los condenados a muerte; de ese modo es como siempre pude imaginarme la escena. Las inteligencias hacen un postrer y sangriento esfuerzo—pasan aún dos segundos, durante los cuales todo el mundo sigue repitiéndose in mente la fórmula de la progresión geométrica—. Señor profesor, estoy preparado—se dicen. Uno se inclina sobre su cuaderno, como el avestruz, para disimularse y que no la vean, mete la cabeza entre las alas. Otro mira fijamente al catedrático, como si quisiera sugestionarle. Un tercero pierde toda energía y cierra los ojos; que el hacha caiga sobre su nuca. Eglmayer, el ultimo del banco, se oculta por completo detrás de la espalda del gordo Deckmann: él no está presente, no sabe ni una palabra, que le crean ausente, que borren su nombre de la lista de los vivos, que no vuelvan a acordarse de él: R. I. P.; no quiere tomar parte en las luchas de la vida pública.
El catedrático hojea su lista, y a medida que va pasando de la letra A a la Z nacen unos temores y renacen esperanzas. Pero de pronto el profesor cierra la lista y dice en voz baja, solemnemente:
—¡Steinmann!
Brota un suspiro profundo y liberador, una atmósfera excepcional y solemne. Steinmann se pone rápidamente en pie, y el que está a su lado sale del banco y se queda a un lado, en pie, modesto y cortés, mientras el empollón sale de su sitio; es como un guardia de Corps, mudo y decorativo comparsa de un gran, acontecimiento.
El mismo profesor adopta un aspecto solemne. Se sienta de lado y reflexiona, juntos los dedos. El empollón se acerca a la pizarra y coge el clarión. El profesor reflexiona. El empollón agarra la esponja y comienza a limpiar rápidamente el encerado; hay en aquello una distinción y una altivez infinitas; con aquello quiere indicar que tiene tiempo de sobra, que no tiene que devanarse los sesos, que no tiene miedo, que él siempre está preparado, que mientras le preguntan quiere hacer algo útil a la sociedad, que le sobra tiempo para pensar en la limpieza pública y en el progreso pacífico de la Humanidad; y deja el encerado tan limpio como una patena.
—Bien—dice el profesor, arrastrando las palabras—. Vamos a poner un ejemplo interesante…
El empollón tose cortésmente y con infinita comprensión. Claro, un ejemplo interesante, digno, de la situación interesante. Mira al catedrático seria y calurosamente, como una bella condesa a la que un conde hubiese pedido la mano, y que, antes de contestar, mirase con comprensión y simpatía a los ojos del conde, sabiendo que aquella mirada habría de fascinarle, y que él sospecharía, con temblorosa dicha, que la respuesta sería favorable.
—Tomemos un cono… — dijo el conde.
—Un cono—dijo Steinmann, o sea la condesa.
Parecía decir: Yo, Steinmann, el mejor alumno de la clase, tomo un cono porque, siendo el más apto para ello, estoy encargado de ello por la sociedad. Todavía no sé para qué he tomado este cono; pero, pase lo que pase con este cono, no temáis nada, que aquí estoy yo.
—Por otra parte—dice bruscamente el catedrático—, tomad antes una pirámide truncada.
—Pirámide truncada—repite el empollón de una manera todavía más comprensiva, si es que era posible. Él estaba con la pirámide truncada en las mismas amistosas relaciones, aun siendo cosa más difícil, que con el cono.
La contestación dura poco tiempo. Se entienden con medias palabras, y poco a poco nace un diálogo íntimo entre él y el catedrático; aquello nosotros no lo entendemos, es cosa de ellos; dos almas gemelas que se unen ante nosotros en el éter de las ecuaciones diferenciales. En medio de una frase se le ocurre al profesor la idea de por qué charlaban, que no era otra que una interrogación con el fin de juzgar el progreso del alumno. El empollón ni siquiera tiene que terminar la frase. ¿Para qué? ¿Acaso hay la menor duda de que sabe terminarla?
El empollón se sienta amablemente y como es debido. Un momento después escucha con gran interés el lamentable balbuceo del alumno preguntado a continuación- suya. A una palabra de éste sonríe irónicamente, aunque con discreción, y a hurtadillas busca la mirada del profesor, para que vea que, aunque nada dice, desea dar a entender con aquella irónica sonrisa de qué modo tan claro está desatinando el preguntado y qué es lo que debía de haber contestado.
Traducción de Olivér Brachfeld
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