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El aduanero y el Señor
Attila Bartis
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Lo sabemos, sabemos perfectamente que hacer el equipaje es lo segundo en importancia en la vida de un hombre. Que debajo de lo más importante siempre se esconde una maleta de cartón reforzado que luego habrá que cargar precisamente con lo más importante. |
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Lo sabemos, sabemos perfectamente que hacer el equipaje es lo segundo en importancia en la vida de un hombre. Que debajo de lo más importante siempre se esconde una maleta de cartón reforzado que luego habrá que cargar precisamente con lo más importante.
Dicen algunos que no es posible empaquetar lo más importante; otros, que solo existe un equipaje básico, la muda limpia y el cepillo de dientes; y un tercer grupo afirma que donde hay que hacer las maletas ni siquiera merece la pena, pero yo puedo refutar a los tres.
Claro, sin duda existen cosas que no se pueden meter en cajas de regalo, ni en maletas, ni en un contenedor; por ejemplo, nuestras vidas. Resulta imposible empaquetar toda una vida a no ser que nos ayude el Señor.
En eso, sin embargo, suele echar una mano. No debemos creer que el Señor se pase el día obrando milagros. No, a veces hace cosas muy corrientes. Facilita el número de teléfono del coronel que a cambio de un juego de cubiertos de plata —más la porcelana de Meissen— hace desaparecer un expediente sumamente comprometedor, autoriza una solicitud de emigración que ni siquiera habías presentado, es más, ocurre también que cuando la condición de no fichado y autorizado ya no ayuda, cuando llevas media hora sin saber por qué en la esquina de las calles Trébely y Mihai Viteazu, simplemente se te acerca, se pone de puntillas y te da un beso.
Por algo se le llama la Divina Providencia. Además, cuando tu asunto ha avanzado tanto que ya tienes que hacer el equipaje, también te ayuda. En el curso de una sola mañana de noviembre recoge todo aquello que un aduanero te prohíbe llevar.
No lo mete en una maleta o en un vagón de carga, ciertamente, sino que comprime los años en unas pocas neuronas. Toda la vida se reduce entonces a una muestra entre dos placas de vidrio. O ni siquiera a eso, quién sabe.
Digo que ayuda, pero no con milagros, sino con cosas tan sencillas como la memoria. Por otra parte, también es verdad que lo que el Señor ha empaquetado una vez el hombre no lo podrá desempaquetar nunca más.
Sucedió hace veinte años, sí hace exactamente veinte, que de pronto se apareció el Señor en Marosvásárhely, delante del número ocho de la Sámuel Köteles, pero como no obró milagros, ni los vecinos le hicieron caso. Puedo aventurar que ni siquiera lo vieron. Yo mismo solo me di cuenta de que estaba deambulando en medio de la neblina que se levantaba delante de un contenedor con la inscripción de CFR, cuando el aduanero provincial Constantin Popa había abierto la tercera caja de cartón.
Nada, esto se queda aquí, dijo el aduanero de la primera pieza que fue a parar a sus manos. Y, como si solo quisiera tapar un cadáver para que no alterara el panorama de la calle, arrojó el mantel de encaje sobre las hojas de acacia que se pudrían en el borde de la acera. Yo no sabía si podía recogerlo. Al final decidí que en el peor de los casos lo devolvería a su sitio.
Era un hombre bajito, rechoncho, un tipo bastante correcto a buen seguro, pero ahora estaba trabajando. Se metió en el contenedor para que no lo mojara la lluvia mientras nosotros vaciábamos la casa, y en la penumbra de aquel cuartucho de chapa iba decidiendo lo que podríamos llevarnos definitivamente de todo aquello que dos semanas antes otros dos aduaneros ya habían autorizado.
Solo había venido a controlar, a dar los últimos toques, pero en seguida le puso pegas a la primera caja de cartón: Vaya, más de un metro cuadrado de encaje, eso sí, con unas manchas de café aquí y allá, y para colmo con la quemadura de una vela encendida en una fiesta navideña o durante un gran apagón. Pero no dejaba de ser un encaje hecho a mano que el Estado aún podría necesitar.
Desde la ventana de enfrente alguien hacía señas con vehemencia para que lo dejara de inmediato: no conviene irritar al aduanero, yo lo recogeré más tarde, está de todos modos lleno de barro. Aún faltaba medio día para la partida y teniendo en cuenta el agujero, las manchas de café y las circunstancias, estaba dispuesto a quedárselo por la mitad o, mejor, por un tercio de su precio.
Nada, esto se queda aquí, dijo el aduanero al llegar a la tercera caja y encontrar la colcha. Era una colcha corriente, algo antigua, eso sí, con cruces blancas bordadas en las esquinas, pero en cualquier caso una simple colcha de esas que se usan para poner debajo de los muertos.
El vecino volvió a hacer una seña, que no, que mejor más tarde, que ya podía yo comprobar que no convenía irritar al aduanero, y si no tenía agujeros y conservaba todas las cruces, entonces por el precio completo, pues aún podría servirle de algo. No gracias, alguien habrá que me lo guarde gratis durante años. Le devolví las señas hacia arriba, pero para entonces ya estaba allí el Señor haciendo Él también el equipaje. Empezó con las hojas de acacia podridas, pero claro, no olvidó incluir el mantel de encaje chamuscado, junto con los grandes apagones navideños, no fuera que algo se echara a perder.
Terminamos con las cajas y, salvo los dos trapos y la lámpara de escritorio, el aduanero no encontró gran cosa que el Estado pudiera necesitar, luego devolvió la lámpara y optó por el gramófono. El vecino hizo una seña indicando que ya lo cogería él, yo se la devolví, no, gracias, no hace falta; mientras, el Señor a lo suyo, que era empaquetar. Convirtió el fonógrafo de muelles rotos en un paquete tan minúsculo que a su lado cabía una guerra mundial entera, incluido el ruso tartamudo que empezó a disparar furioso y dejó el techo como un colador al darse cuenta de que no habría vals con mi abuela, porque el cacharro del gramófono llevaba sin funcionar desde el 36.
Nada, esto se queda aquí, dijo el aduanero al llegar el turno de los muebles y dar con alguna pieza interesante, aunque no acababa de entenderse por qué se convertía de pronto en Patrimonio Nacional un escritorio que meses antes, en el registro domiciliario, había sido declarado un trasto sin interés tanto por su forma como por su contenido, incluido el plumier, los libros de texto y los versitos rimados.
Vale, entonces esto se queda, le dije al Señor, agradeciendo que el vecino hubiera cerrado finalmente la ventana, pero Él tenía ya metidas todas las historias familiares mil veces remendadas, que si la parentela de Erdõszentgyörgy, que si la reina madre y las fincas de Radna, tenía guardado, como decía, junto con las enclenques pruebas materiales, cuanto una anciana iba inventando entre pensión y pensión, aunque hubiera supuesto una magnífica oportunidad para, por fin, mandarlo todo a la porra.
El aduanero, desde luego, tampoco era ciego, venía muy bien que lo que había al borde de la acera de hecho ya no estaba allí; sin embargo, una charretera con unas cuantas estrellas es poca cosa para atreverse a contrariar al Señor.
Ahora, fastidiar, sí que fastidiaba. Nada, esto se queda aquí, dijo señalando el espejo, la cama, la biblioteca, hasta que media vivienda acabó bajo la lluvia de otoño, como Patrimonio Nacional. El Señor, por su parte, llevaba cada vez peor que justo el ©koda de Daróczy, un vecino, se contemplara en el espejo de salón apoyado contra una acacia.
Nada, todo esto que queda aquí, dijo el aduanero, y precintó el contenedor, pero fue entonces cuando el Señor empezó a animarse de verdad. En vano le dije que ya bastaba. Él seguía agregando a los cachivaches la calle entera, con la casa Bolyai y la iglesia, el Instituto de Ciegos y la Maternidad, el ©koda de Daróczy y la Escuela de Arte Dramático, incluido el mohoso almacén de decorados con portero roncador y todo.
Ya son las doce y no tenemos aún los bocadillos para el viaje, le dije, pero no me hizo caso, Él estaba empaquetando ya la calle Bolyai. Hasta metió a Vera la Loca, que vivía en un sótano y era realmente terrible: vestida con bata verde y en zapatillas de goma, se acercaba todos los días chancleteando hasta la alcantarilla delante de la panadería para verter el cubo de hojalata lleno de orines.
Y si al menos quedara aquí la calle aquella, le dije, pero ni caso, metió de un tirón toda la Tamás Borsos, panadería y comisaría incluidas. Luego la plaza Mayor con el reloj de flores, aunque una chorrada así se encuentra en todas partes, igual que el Soldado Desconocido; más habría valido que hubiera guardado la Trébely; al fin y al cabo, el equipaje era mío, o sea, ¿cómo es que no podía elegir? ¿Cómo es que, si quería el escritorio, tenía que tragar también con el registro domiciliario? ¿Cómo es que, si quería una puta colcha, tenía que cargar también con el muerto? ¿Cómo es que, si tanto quería la Trébely, también cabía a su lado la Tamás Borsos? ¿Y cómo es que, si no quería el todo, sólo podía llevarme un cepillo de dientes?
La verdad, nos enzarzamos de lo lindo, pero por último empaquetó casi todo, desde la planta química hasta el Monte de la Viña, mientras el aduanero, sonriendo con sorna, miraba ora el cielo, ora la tierra desnuda, y me hacía firmar unos papeles. Así ocurrió que al final allí no quedó nada. Y si lo más importante quedó allí, a pesar de todo, sería porque ni el mismo Señor conocía qué era lo más importante, sólo el aduanero sonriente.
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