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Colores y años (fragmento)
Margit Kaffka
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Publicada en 1912, Colores y años es la novela más conocida de Margit Kaffka. Cuenta la vida, en forma de confesión, de una viuda, Magda Pórtelky, que, en un mundo cambiante, trata de salir adelante siguiendo las viejas pautas sociales. En el destino de la protagonista, Kaffka logra representar no solo la cuestión de la igualdad de derechos de las mujeres, sino toda la sociedad de su tiempo. |
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Un gran silencio agradable me rodea hace tiempo. Lejos de mí, la vida sigue, con sus males, pugnas y ambiciones, y si de vez en cuando levanto un poco la vista, me asombra la curiosidad infantil de la gente de hoy por lo que le sucederá mañana o pasado. Es extraño pensar que las cosas de hoy resulten igualmente nuevas e interesantes para los jóvenes como lo fueron para mí las de hace treinta años. Visto con mis ojos de ahora, me parece evidente que los diversos cambios y tareas humanas tienen una buena dosis de intención juguetona. Al igual que cuando el niño dice: ahora juego a los vendedores o a papás o a tormentas marinas, el adulto interpreta los papeles de hombre ambicioso, perezoso, apasionado o que odia. Hay que matar el tiempo de alguna manera; tenemos que hacernos creer, durante cierto tiempo, que algunas cosas son importantes. De lo contrario, pasaríamos el tiempo con las manos juntas al borde del camino; quizás lo natural sea eso, y todo lo demás, tan solo, hacer un papel y engañarse.
El hombre, bien o mal, termina de interpretar todos los papeles que ha ido asumiendo, uno tras otro. Sin embargo, al contrario de como ocurre en las historias ficticias de los escenarios, el papel de los demás no se ajusta al del protagonista: en la realidad, todos son protagonistas en sus propias vidas, y nadie asume un papel secundario, sino que actúa para sí mismo y por sí mismo. Y de ahí la cantidad de enredos que a todos nos interesan sobremanera mientras somos partícipes de ellos: quién ama a quién, con quién se casa, cómo educa a sus hijos, por qué puesto lucha en el mundo y cómo fracasa. Y cuando uno termina de hacer todo lo que le ha sido posible hacer, tanto por su propia fuerza como por las circunstancias, puede pararse, tal vez le queden unos pocos años para descansar.
Les doy la noticia a los jóvenes a los que les horroriza la vejez. Les digo que ésta no es tan terrible y definitivamente mala como parece de lejos. El hombre no siente con más intensidad un estado que otro y no le faltan cosas que ha dejado de anhelar. Si goza de una salud aceptable, no siente la vejez en su propio cuerpo: puede mover sus manos o sus piernas y un buen cafecito, una habitación limpia y un sueño reconfortante le pueden sentar muy bien. Estos placeres no cuestan muy caros, uno no arriesga nada, ni hay que sufrir tanto por ellos. Soy una vieja, en primavera cumplí cincuenta años. Soy vieja y solitaria. No obstante, evocando el pasado, me doy cuenta de que he vivido cosas mucho peores que mi actual vida silenciosa y pocas realmente buenas; y esas no parecen sino meros sueños. No me siento mucho peor que antes, lo que me lleva a abrigar la esperanza de que la muerte tampoco sea tan terrible, ni mucho menos, como me parece a mí en este momento.
La vejez se nota más bien en las cosas externas, que no son propias de una: poco a poco se va perdiendo todo, pero eso ya no le inquieta, porque uno no se deja marginar si no quiere. La comedia, allá fuera, comienza de nuevo, es la misma pieza, con otro reparto de papeles y otro decorado, tocan el timbre, la gente entra, y nosotros ya no tenemos interés en ella. A veces nos gustaría decirles: ¡Acabadlo ya! Pero ¿qué cambia que algo ocurra de una u otra forma? ¡Todo da lo mismo!". No tenemos razón, pero esta ya es su comedia. Nosotros, con nuestras parejas habíamos actuado más o menos de la misma manera.
A esta edad, uno ya no tiene objetivos e intenciones claras; pero esto no es un problema tan grave como creen los jóvenes. Ellos solo pueden imaginar la vejez según su propio estado anímico. Sin embargo, nos transformamos también en la vida, no solo en la muerte -yo no soy responsable de los actos de alguien que hace veinte años llevaba mi nombre. A veces soy capaz de pensar en esa persona como en un extraño. Uno, por ejemplo, no deja de bregar con los niños, y piensa que esto será así hasta la muerte: y efectivamente, la mayoría de los ancianos se vincula a la vida, más o menos, a través de sus hijos; pero entonces esto sigue siendo ganas de actuar, de hacer un papel. En realidad, los hijos se alejan mucho de sus padres: el interés de uno por su vida no es sino intención y autoengaño. En esta edad ninguna vida, ningún cambio nos resulta realmente nuevo e importante. Quizás otros sientan algo diferente, pero yo, por mi parte, me he quedado muy sola.
Hablo de todo eso, tanto de la soledad como de la falta de ambiciones, sin rastro de queja, de eso no hay duda. ¡Yo, que tanto amaba las multitudes y que siempre ambicionaba algo! Ahora me encuentro sentada en este pequeño y caluroso jardín, mirando por detrás de la persiana la calle cubierta de las frondas de las acacias, apenas salgo, y pasan semanas hasta que alguien viene a verme. A veces me pasa por la cabeza que es aún temprano para que el mundo me olvide así. Parece que estoy muy cansada.
Trdaucción de Eszter Orbán y Elena Ibáñez
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