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A Magda Szabó para su cumpleaños (fragmento)

Piroska Szántó

Magda Szabó (a la derecha) en la exposición de Piroska Szántó en 1970
Magda Szabó (a la derecha) en la exposición de Piroska Szántó en 1970
Una anécdota de la vida de Magda Szabó, cuyas novelas han sido publicadas recientemente en España: La puerta, La balada de Iza, Calle Katalin.

Estaba sentada bastante deprimida en la sala del fondo de mi exposición en 1977, entre caballos, flores y los diecisiete Cristos de estilo folclórico, y tenía todas las razones para estarlo. El libro de visitas siempre provoca una verborrea en la gente (son la clase de personas que escriben cartas al periódico diciendo que el perro del vecino ladra mucho y que las autoridades deberían tomar medidas), y el mío todavía más. Por aquel entonces no estaba de moda exhibir Cristos, por eso me hicieron saber a través del libro de visitas que por una parte debería caérseme la cara de vergüenza por hacer propaganda religiosa, y por otra que era una maldita comunista capaz de desfigurar a Nuestro Redentor de mala manera y pintarlo del modo en que suelen hacerlo los campesinos. Mi marido, Pista, solo reía y me consolaba diciendo que ese era el destino de los pioneros y que ya vería como en poco tiempo todo el mundo pintaría cruces populares y no tan populares. Y así fue, pero de momento me deprimía la torpeza de la gente y el embajador en Roma, que unos minutos antes se había tomado la molestia de sacarme al vestíbulo para echarme una bronca tremenda. Necesitaba algo para animarme, y un Cristo atacado por ambos lados procuró enviármelo.

Apareció una mueca japonesa que vino corriendo, no, volando hacia mí como una mariposa y llevaba mis luminosos motivos florales sobre el jersey negro y los pantalones. Tenía el pelo oscuro, brillante y liso; sus ojos, dos media lunas. Magda Szabó se paró delante de mí jadeando, con una pequeña cartera negra en la mano y una gran bolsa negra sujeta bajo el brazo.

–– ¿Dónde se paga? –preguntó sin guardar las apariencias (hola, ¿cómo estás?, qué alegría volver a verte).

–– ¿Pagar? –La miré pasmada. –¿Por qué?

–– Por el cuadro. Quiero el caballo de los ojos azules. Está en venta, ¿no?

–– ¡Por Dios! Claro que está en venta. Pero no lo compres ahora, el precio es el que pone la galería. Ya lo discutiremos más tarde en el taller, ¿de acuerdo?

–– No. Lo quiero ahora. ¿Es que no me entiendes? Me prometí a mí misma que si alguna vez tenía mucho dinero y me apetecía algo, me lo compraría enseguida; y si es un cuadro, me lo compro y acto seguido lo cuelgo en la pared de mi casa. Será mío.

–– Ya te entiendo. Sube a la oficina, primer piso, y diles que ahora mismo le pongan la nota de vendido.

[…]

Después de este encuentro le escribí a Magda Szabó una carta entusiasta ofreciéndole mi amistad porque siempre había querido una amiga no civil. Sería maravilloso que alguien entendiera, sin tener que explicarle, lo que hago, por qué y cómo. Las amigas civiles siempre piensan que dos artistas se juntan para dar paseos continuamente por el Olimpo o para beber e irse de juerga con otros artistas. Además me tienen un poco de envidia, un poco de desprecio, pero en compañía presumen de mí. Sigue vigente aquel maravilloso concepto pequeñoburgués de que el artista vive alegremente, de que en definitiva se pasa el día haciendo el vago y solo de vez en cuando consume papel o un lienzo. Pero ella, Magda Szabó, sería una amiga diferente, ni siquiera se extrañaría de que mi matrimonio fuera feliz. Al fin y al cabo, ella era también una esposa devota y una muchacha pobre del campo, como yo, a la que le gustaban los animales y sabía hacer sopa de mendigo. ¡Sería estupendo que llegásemos a ser amigas!

Me respondió con una amable carta en la que me explicaba –y que, estúpida de mí, no se me había ocurrido pensar–, que justamente nuestras características comunes eran las que impedían esa amistad, que ella no rechazaba, pero de la que opinaba que evidentemente sería imposible llevar a la práctica. No tenía tiempo para nada, solo para su trabajo y su marido. Era una pena, pero estaba cansadísima, le dolía la espalda (como a mí) y tenía que hacer dinero. No tenía tiempo ni para bostezar: citas con los lectores, ponencias, preparaciones; a veces incluso tenía que esconder el teléfono en el armario. Tenía razón, pues justo entonces había declarado Balázs Lengyel que era la Virginia Woolf húngara. Pude imaginar cómo la perseguía todo el mundo; y como yo la quería de verdad, la dejé en paz.

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