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György Spiró

Caronte

Traducción de Eszter Orbán y Elena Ibáñez

Título original: Kháron
Scolar • Budapest, 2001

Caronte

De vez en cuando, nos echaba una mirada por encima de sus gafas, sobre todo cuando nos reíamos demasiado. Nos lanzaba una mirada sin decir nada; quizás hubiera en ella reprobación, quizás sólo una gran indiferencia. Por lo demás, se pasaba el turno entero sentado en su taburete en un rincón del taller de tornería, dando golpes con el puntero en el hierro fundido durante ocho horas al día durante semanas y meses. No hablaba con nadie, sólo canturreaba para sí mismo con una voz crujiente; daba golpes en el hierro fundido, tomándolo con la mano izquierda y apretándolo entre las rodillas, luego daba el golpe, lo dejaba a su lado, tomaba con la izquierda el siguiente, con el martillo en su mano derecha y el puntero en la izquierda; el punto ya estaba señalado, él sólo tenía que dar el golpe. Una muchacha transportaba en carretilla los hierros desde el departamento de desbarbado, los descargaba y cargaba las piezas hechas para llevarlas a taladrar.

A las ocho, depositaba el martillo y el puntero en el suelo, salía al baño para lavarse las manos, regresaba, volvía a sentarse en el taburete, sacaba, de su desgastado maletín el pan y el embutido, quitaba la piel del embutido, lo cortaba en rodajas, las ponía en el pan y se lo comía. A las ocho y diez guardaba el pan y tomaba el puntero y el martillo. A las dos dejaba el martillo y el puntero, los guardaba en su pequeño armario, cogía su maletín y, sin despedirse, salía al vestuario. Siempre trabajaba en el turno de la mañana, nunca llegaba tarde, y nunca salía antes de las dos.

Tenía una gran cabeza acaballada, el pelo escaso y blanco y las gafas siempre le bajaban hasta la nariz.

Al principio hacíamos comentarios sobre él, primero susurrando, más tarde de manera que él también los oyera. En estos casos, nos echaba una mirada sin decir nada. Los torneadores se encogían de hombros: no sabían cómo se llamaba, cuando ellos habían llegado a trabajar a la fábrica, él ya estaba allí.

De vez en cuando lo pillaba mascullando algo y en una o dos ocasiones lo vi incluso sonreír. Cierta vez le dijo algo al capataz del taller, una frase lacónica y al oír la respuesta asintió con la cabeza. En otras ocasiones tenía la cabeza baja, se sentaba en su taburete con la espalda encorvada —sentado nunca se le notaba que antaño hubiera sido un hombre robusto— y daba golpes con el puntero durante horas, semanas, meses y, sin duda, años.

Aceptamos que estaba allí dando golpes con el puntero. Era para nosotros como un banco de tornillo o cualquier otro objeto, un hierro fundido, que de vez en cuando cambiaba de sitio y canturreaba. Durante un tiempo me pregunté si era sabio o idiota, pero luego se me borró de la cabeza. Al fin y al cabo, nunca me acerqué a él para preguntarle si tenía familia.

Nos reíamos mucho. Yo apretaba el cigarrillo del Maestro en el tornillo, mientras nos explicaba el proceso de la soldadura y luego lo buscaba en vano. Arrojábamos ratas muertas contra las mujeres del departamento de desbarbado. Al final del turno de la tarde, jugábamos al pilla-pilla en el tejado. Le tocaba el culo a Kati, ella siempre creía que había sido András y le pegaba a él. Hacíamos el gandul siempre que era posible y nos reíamos. Sin embargo, yo no dejaba de tener la sensación de que algo no iba bien en torno a nosotros; a veces le echaba una mirada, con el rabillo del ojo, por encima de mis gafas, tal vez esperando que hubiera desaparecido, pero no había desaparecido; seguía sentado en su taburete, con el puntero en su mano izquierda y el martillo en la derecha, dando golpes.


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