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La pregunta
¿Cuál es el título original en húngaro de la novela más famosa de Sándor Márai El último encuentro?
La historia de una amistad
Las velas se queman hasta el final
A la luz de los candelabros
Respuesta

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Géza Csáth

Balassi Institute
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Danubio azul
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Apuntes a lápiz

Géza Ottlik


(¿FELICIDAD?) En enero y en febrero, e incluso a principios de marzo, vivíamos aquí, inmersos en el barrio Pasarét, cual náufragos de alguna novela de Julio Verne, en un placentero farallón. El asedio a la ciudad nos mantuvo en cuarentena, de modo que carecía, como de tantas otras cosas, de una agenda para el nuevo año. Finalmente hallé en un cajón una agenda de bolsillo vacía o casi vacía, de 1943, con un lápiz y unas bonitas tapas azules. Corregí en ella las fechas y anoté mis quehaceres para no tener que retenerlos en la mente. ¿Qué tendría que traer de Pest si el miércoles conseguía cruzar el Danubio? Levadura, pedernal y patatas. En suma, la agenda empezó a funcionar y más tarde, tanto por fidelidad como por pereza, tampoco me compré una nueva por barato que me la ofrecieran. Sigo utilizando la misma desde entonces, aquella agenda azul de 1943.

(¿FELICIDAD?) En enero y en febrero, e incluso a principios de marzo, vivíamos aquí, inmersos en el barrio Pasarét, cual náufragos de alguna novela de Julio Verne, en un placentero farallón. El asedio a la ciudad nos mantuvo en cuarentena, de modo que carecía, como de tantas otras cosas, de una agenda para el nuevo año. Finalmente hallé en un cajón una agenda de bolsillo vacía o casi vacía, de 1943, con un lápiz y unas bonitas tapas azules. Corregí en ella las fechas y anoté mis quehaceres para no tener que retenerlos en la mente. ¿Qué tendría que traer de Pest si el miércoles conseguía cruzar el Danubio? Levadura, pedernal y patatas. En suma, la agenda empezó a funcionar y más tarde, tanto por fidelidad como por pereza, tampoco me compré una nueva por barato que me la ofrecieran. Sigo utilizando la misma desde entonces, aquella agenda azul de 1943.

Al principio, no pude dejar de abrirla por las páginas de mis viejos apuntes escritos con lápiz, precedidas por las tarifas telegráficas y las unidades de medida. Eran lemas garabateados de cualquier modo, yo mismo apenas entiendo ya a qué se referían. Eran cosas como éstas: Humildad astuta y cómoda o El orden de la anarquía o simplemente: Trabajo o Mujeres. En una página se leía: Niños felices, U.R.S.S. (¡divertido!).

Me acuerdo de que, por aquel entonces, escribía uno o dos artcíulos a la semana para el Pequeño Diario, que siempre tenían que ser más cortos de lo que era posible y me suponía un auténtico malabarismo encontrar temas adecuados para esos artículos; por tanto, apuntaba cualquier cosa que se me ocurría. Cuando llegaba el momento de utilizar mis apuntes, siempre resultaba que las cosas que se me habían ocurrido eran todas “tan largas”; que hasta con el más frío laconismo llenaría las seis páginas del Pequeño Diario Nocturno y ya no quedaría espacio para los datos de la edición, cuya indicación, según tengo entendido, es obligatoria por ley. De manera que mis apuntes en la agenda azul se convirtieron en algo cada vez más platónico; como aquel de los “Niños felices”; es decir, ya que se me había ocurrido, me lo había apuntado, sin embargo, sabía perfectamente que no me serviría para nada.

Cierto es, a pesar de todo, que había otras razones por las que ése —me acuerdo nítidamente de su sentido— no me serviría de nada. Había leído, por alguna parte, acerca de lo felices que vivían los niños en la Unión Soviética, en sus campamentos y escuelas. Eran mimados, irradiaban autoconfianza y serenidad y estaban rodeados de un ambiente de cultura y orden incluso en sus juegos. En fin: eran felices. A medida que lo iba leyendo, me puse triste. Aunque me cuesta imaginar una vileza mayor que hacerle la vida infeliz a un niño, sea mediante la miseria o cualquier otra cosa, esa felicidad no me terminaba de gustar. No obstante, en aquellos tiempos, difícilmente se habrían podido publicar cosas como que en la Unión Soviétca los niños eran felices o incluso que allí hubiera niños.[e1] Así que si yo quería contradecirles en algo, me veía obligado a esperar que ganasen la guerra. Por eso añadí a mis apuntes, entre comillas, a falta de una mejor expresión:“divertido”.

En lo que concierne a los niños felices, según mi experiencia, ésos —como los héroes de los Niños Terribles de Cocteau, que tienen parientes en la vida real, de los que conozco personalmente a varios— muchas veces no quieren crecer, ni siquiera a los treinta años. Sin embargo, no ero eso lo que en realidad quería escribir. Yo quería poner en duda la felicidad misma, porque se me ocurrió mi propia infancia en el Colegio Militar de Kõszeg. Nuestro instituto se encontraba en medio de un hermoso y gran jardín. En invierno, los dormitorios tenían calefacción, nos daban de comer casi lo suficiente, se nos remendaba el uniforme cuando se estropeaba: nada de miseria. Sólo que nunca podíamos hacer otra cosa que lo que nos mandaban. Nuestros guardias, que nos acompañaban día y noche en turnos alternos, eran como unos comsumados suboficiales prusianos. Vivíamos sin preocupaciones, con biblioteca y ducha, cual presos de un estado rico. No obstante, anduve triste durante largos años. A veces jugábamos, a veces nos reíamos. Esa tristeza se encontraba en el fondo de todo. A los diez u once años ya no sabíamos llorar, pues habíamos perdido esta capacidad. Me acordé de mi colchón de paja. Me acordé de la torpe forma de mi gorro. Del olor del pasillo de la planta baja. De la carretera de Szombathely, de los dos campos de entrenemiento y las mañanas de domingo. Allí aprendí la rebelión, el odio a la tiranía y la monstruosidad y la belleza de la vida, así como la salvaje maldad y mansa bondad de la naturaleza de la gente y la mía propia. La opresión nos enseñó la resistencia y el mandato, la opinión particular y la soledad. Descubrimos que la imaginación es libre y que sólo nuestros pensamientos y sentimientos son independientes; así maduraba en nosotros la individualidad, nuestro último refugio. Muchas cosas pasaron por mi cabeza y al anotar aquellas escasas palabras en mi agenda azul pensé que por nada del mundo cambiaría mi infancia por una infancia feliz; que no quisiera que a partir de ahora sólo crecieran niños felices, niños que no serían capaces de comprender mi infancia, ni la belleza de nuestra existencia humana, muchas veces inseparable de la tristeza.

Cortesía de Péter Lengyel

Traducción de Eszter Orbán y Elena Ibáñez

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