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Gente de los campos
István Örkény
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A continuación ofrecemos un fragmento del libro Gente de los campos de prisioneros de István Örkény, en el que el autor recoge sus recuerdos de los campos de prisioneros de guerra de la Unión Soviética en los que pasó cuatro largos años en la década de los 1940. Örkény revela el hambre y la nostalgia como las dos sensaciones fundamentales de la prisión, que determinaban cada momento y cada acción de los presos. Örkény subraya que el mayor sufrimiento no eran las limitaciones en el espacio, sino la incertidumbre de la duración de la prisión.
El hambre apenas aparece en la literatura. Y esto sorprende, porque la inmensa mayoría de la humanidad, aunque con interrupciones más o menos breves, sigue pasando hambre. Sorprende además porque precisamente los que tienen por oficio la escritura son los que cocinan en sus calderos la comida más magra. Sin embargo, no escriben lo suficiente sobre ella. No quiero indagar en si este silencio se debe al recato o a una sabia cautela. Tampoco quiero saber por qué han optado por escribir sobre trenes de lujo internacionales, insólitos amores de damas consentidas, deseos torcidos de gente solitaria y asesinatos mañosamente planeados, cuando ellos mismos apenas tienen que ver con todo eso. Digo simplemente que sobre el hambre se ha escrito mucho menos de lo que se debería haber escrito. Ahora que necesito escribir sobre ella, doy cada uno de mis pasos tambaleándome, como quien anda sobre una ciénaga nunca antes horadada por el hombre.
De pronto me cuesta calcular cuántos cientos de ciegos han redactado sus sentimientos y sus recuerdos, la historia de la ceguera. ¿Cuántos hambrientos han hecho lo mismo? ¿Cuál es la razón de esta absurda situación? Quizás que los ciegos escriban sobre todo para videntes y que cuenten cómo es ser invidente. No obstante, el que pasa hambre no sabe para quién escribe. ¿Para el que tiene hambre o para el que no la tiene? Antiguamente, en la época de los mártires, el peregrino cristiano dibujaba peces en el polvo ante los pies de aquel con el que se cruzaba. Ésta era la señal. Si una persona que tiene hambre se encuentra con otra, en la mayoría de los casos confiesa: tengo hambre. Si el otro tambiéntiene hambre, lo comprende de inmediato. Si no, le da un trozo de pan. Y la verdad es que hace bien en dárselo. Sin embargo, ahora que hablamos de forma abierta y llana sobre esta cuestión, tenemos que declarar por adelantado que el hambre no se mitiga con pan.
El hambre es el suplicio de Tántalo: insaciable y eterno. El hambre es un estado de ánimo que nace de una insatisfacción física. Es indudable que la comida, por lo general, calma. Un poco de pasta o fruta asegura la continuidad de la vida; un escalope vienés ya hace posible que la persona que hoy ha tenido hambre, mañana también pueda tenerla. Es inútil explicar con más detalle que una dieta forzosa tras una indigestión o los borborigmos del día de Viernes Santo no son lo mismo que el hambre, porque no van acompañados por la falta tantálica de esperanza; al contrario, están traspasados, a modo de consuelo, por el atrayente olor del caldo y el asado de cordero de mañana. El hambre de la que ahora tenemos que hablar es, en el fondo, un pánico imposible de apaciguar, es el miedo que tienen los instintos a morir de hambre.
Todo esto es necesario apuntarlo porque anteriormente ya se ha comentado que el sentimiento de vida fundamental en un campo para presos de guerra es el hambre. Además de la nostalgia, pero de manera más fuerte, más palpable y más impaciente, el hambre dirige todo deseo, pensamiento y acción. El confinamiento en un campo es la dictadura del hambre y esta regla no tiene excepción, o si la tiene, yo nunca he visto semejante excepción, ni he oído de ella. Por supuesto, hay casos en los que los síntomas se borran. La vida en los campos ofrece mucho espacio al individio para abrirse camino. Hay carreras que llegan muy alto: los cocineros, panaderos, guardalmacenes, los llamados obreros políticos, o los sastres y zapateros remendones más avispados. Ellos pueden tirarse meses o, muchas veces, incluso años sin sentir el suplicio del hambre. Aparentemente la olvidan, a veces ni siquiera hablan de ella. Sin embargo, algún que otro detalle los delata: a veces un simple movimiento o algún ritual propio de la comida. Y si hay alguien al que el miedo ya no le esté ahogando, a éste le sigue los pasos, como una sombra.
Traducción de Eszter Orbán y Elena Ibáñez
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