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Notas en el Zoo
György Bálint
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El Parque Zoológico de Budapest |
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El Parque Zoológico de Budapest fue fundado en 1866 y reconstruido, para darle su forma actual, en 1912. En la Segunda Guerra Mundial debido a que se hallaba muy cerca del ferrocarril quedó destrozado por el bombardeo. En los últimos quince años ha sido renovado y ha vuelto a recuperar su esplendor de entreguerras. Tanto sus jardines como la arquitectura de sus edificios merecen una visita. Una significativa parte de la obra de György Bálint está dedicada a los animales que a menudo sirven como metáfora de los acontecimientos de los que no se podía hablar en el ambiente fascista de los años 1930. Estos artículos fueron recogidos en el tomo El elogio de los animales. La portada es obra de su esposa, la ilustradora Vera Csillag.
Desde principios de otoño ha sido la primera vez que he ido al Parque Zoológico. Ya tocaba porque lo echaba mucho de menos De tiempo en tiempo me viene un deseo de esta institución peculiar a la que cogí afecto ya de adulto, igual que a los cuentos de hadas. Si el Parque Zoológico desapareciera por alguna razón, para mí el ambiente de Budapest sería distinto: hasta cambiaría el aire de la avenida Rákóczi o de las orillas del Danubio, se volvería más vacía, más desesperada. Paso meses y meses sin visitar el Zoo por culpa de ocupaciones de diversa índole, pero me tranquiliza saber que puedo ir en cualquier momento. Me tranquiliza que a unos pasos de la calle Podmaniczky se hallen hipopótamos; me tranquiliza pensar que desde cualquier punto de la ciudad pueda llegar en media hora y pasar una tarde entre osos polares, cocodrilos, flamencos y renos. Este jardín es la isla de lo inverosímil, de lo inverosímil fácilmente alcanzable y tangible. No puedo comprar un billete de autobús a la India del Este, pero al menos, puedo visitar a los chimpancés.
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En invierno el Zoo es más emocionante que en la temporada alta de verano. Apenas hay público y los animales se relacionan entre sí. Da la sensación de visitar en sus talleres a artistas conocidos. Falta la publicidad, faltan las formalidades, los elefantes se están preparando para la temporada estival de modo espontáneo, casi en mangas de camisa. El siamés ha suspendido las negociaciones financieras, la paja le llega hasta las rodillas, los hipopótamos están tomando un baño de vapor, el rinoceronte se aburre cómodamente. Solo la pequeña cría de elefante parece nerviosa. Actúa todas las noches en un cabaret y probablemente lo odia. No le gustan la lluvia, el tráfico de las calles, el humo del tabaco y la canción The Lambeth Walk. Es posible que hasta las bailarinas le inspiren desconfianza. Pasar todas las noches en el cabaret es demasiado incluso para un adulto budapestino y todavía más para un pequeño elefante. En su jaula sumida en la penumbra se está chupando la trompa con agobio. Seguramente le gustaría que la ley prohibiera el empleo nocturno de animales menores de edad.
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Pasar un cuarto de hora en compañía de cocodrilos es muy recomendable para gente nerviosa. Dan audiencia en la sala de fiestas del invernadero sumidos en calor tropical y silencio profundo. Son muchos, uno encima de otro, apilados. Inmóviles llenan el agua poco profunda. Donde no hay movimiento, tampoco hay tiempo; el que pasa un rato entre cocodrilos se olvida del tiempo. Aquí todo está atascado, todo está suspendido y nada da lástima. Es como el castillo en el cuento de hadas donde, en un gran momento, todo el mundo se ha quedado dormido. Los cocodrilos se han quedado inmóviles en posturas diferentes: uno iba a salir al borde de la piscina, el otro iba a comentarle algo a su vecino, el tercero iba a sacar la cabeza del agua. No han terminado estas actividades fatigosas porque con su sabiduría instintiva evitan toda alteración. En el cargado silencio, se pierden en sus ensueños con los oblicuos ojos entreabiertos. De vez en cuando retoman el movimiento suspendido, pero enseguida cambian de idea y se toman otro descanso. Parece que tienen tiempo de sobra. No padecen de afán de protagonismo, no quieren ponerse en marcha a toda costa, ni se les ocurre ser útiles. Su compañía es tranquilizadora y refrescante. Me gustaría reencarnarme en cocodrilo, pero según los expertos es imposible. Por eso, solo de vez en cuando, me imagino ser uno de ellos.
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El lago de las focas está desierto: la superficie inmóvil se llena de diminutas ampollas bajo la lluvia. Más arriba está dando su paseo monótono el vetusto y amarillento oso polar. Las focas se murieron en el invierno, pese a que durante las grandes heladas me había consolado pensando que al menos ellas se lo pasaban bien. Ya estaban muy viejas, me comenta un vigilante. La vejez no se les notaba nada, nadaban como el rayo y exigían el pescado de mar ruidosamente. Más arriba el oso polar ya había renunciado a ellas hacía tiempo y ellas, por sentirse inalcanzables, no lo temían. Sobre su cuerpo liso las gotas de agua brillaban con frescura cuando salían a la orilla. No sé si alguien lo ha observado, pero tenían unos ojos hermosos de mirada afectuosa. Me hubiera gustado acariciarlas, eran tan puras, habían venido del Norte y no tenían nada que ver con lo que estaba pasando en el mundo. Su ser no sé por qué significaba para mí el concepto de la bondad. A menudo les compraba pescado. Ahora su lago está vacío: ya no hay focas en Budapest.
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La única mancha vergonzosa del Zoo es la casa de fieras. Los tigres, leones y panteras sufren en jaulas escandalosamente estrechas. Apenas pueden dar la vuelta en estos antros oscuros y desesperantes. Se suele comparar su situación a la gente en prisión, lo cual es una exageración optimista. Respecto a las proporciones físicas se podría comparar a estos desgraciados con una persona encerrada en un armario. El tigre apenas puede dar la vuelta en su jaula. Va de un lado al otro mecánicamente, mueve la cabeza a modo de péndulo como si practicara un loco baile oriental. En otra jaula dos crías de pantera están jugando suave, torpe y tiernamente. Con el tiempo el sitio se les quedará pequeño, pero nunca podrán abandonarlo. La dirección del Zoo, por razones incomprensibles, no construye a las fieras una casa más espaciosa, jaulas más grandes y más cuevas abiertas. Ellos son los hijos del lugar: tal vez porque son las salvajes fieras. Entre los animales también hay populares e impopulares. Los monos, por ejemplo, siempre tienen buena prensa, en cambio nadie hace caso a los tigres y a los leones. Parece que todo el mundo los teme un poco. Pero el que no tiene prejuicios se les acerca para mirarlos largamente y descubre en su mirada ¡en sus ojos! el miedo, el sentimiento de ofensa, la ansiedad. Las pequeñas crías de pantera ya tienen miedo y los viejos leones reumáticos tienen miedo todavía. En estas jaulas miserables todos los habitantes tienen miedo y a ratos se rascan temblando, indefensos e impotentes.
1939
Traducción de Éva Cserháti
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