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Carta abierta a Miklós Nagy, redactor de la Revista Dominical, 1896

Kálmán Mikszáth


Esta carta de Mikszáth explica las circunstancias de la creación de El asedio de Beszterce cuyo personaje se basa en uno real.

Querido Amigo:

El otro día invité a Jókai al restaurante Archiduque Esteban. El viejo me dijo:

––Está bien, iré. Allí al menos no me encontrará Miklós Nagy.

––¡Cómo que no! –contesté–. Ojalá supiera yo un lugar en el mundo donde no me pueda encontrar Miklós Nagy si le he prometido un manuscrito.

Ya ves, es la mala reputación que tienes. Y eso no es nada si consideramos que estás echando leña al fuego, contribuyendo a tu fama de redactor terrible.

He oído que vas a averiguar qué es cierto y qué no en mi novela El asedio de Beszterce. Exhumarás a mi héroe, al conde István Pongrácz, de su tumba, y buscarás testigos (amigos, conocidos) que te digan cómo fue y qué hizo, que te pinten un cuadro sobre su carácter, la carrera de su vida, sus disparates y aventuras.

¡Vaya, Miklós, vaya! Nunca se me hubiera ocurrido pensar que tú tomarías parte en sacar al mundo de quicio.

Antes, a nadie le estaba permitido mentir al cura, ni tampoco al artesano, al periodista o al político, a nadie, excepto al novelista. (Es cierto que aparte de él, sólo solían mentir los abogados; pero al menos los señalaban con el dedo). Ahora, cuando todo el mundo puede decir libremente lo que le apetece, sea cierto o no, has emprendido la faena de averiguar lo que hay de cierto en El asedio de Beszterce. ¿Qué quiere decir eso? ¿Ni tan solo nosotros los escritores o narradores podemos inventar un par de cosas? Al final vais a declarar que El paraguas de San Pedro es “una mentira infame” porque el nombre del personaje, el abogado György Wibra, no aparece en el registro de ningún colegio de abogados. Tampoco el pueblo de Glogova figura en ningún nomenclátor. No importa. Bien sé que lo haces para pasar el tiempo libre acosando a mis personajes para no dejarlos tranquilos. ¡Te conozco bien, Miklós! Así eres tú. Sin embargo, esta vez casi me da cierta alegría que, por parte de la crítica que elogió El asedio de Beszterce por encima de sus méritos, se hayan oído por aquí y por allá observaciones de que tal parte o tal otra, como por ejemplo la marcha bélica hasta Zsolna o las despóticas medidas del conde István, eran inverosímiles en la segunda mitad del siglo XIX en un estado de derecho. Habría sido interesante, dijeron, que el autor hubiese colocado notas explicativas a la historia sobre algunos puntos, puesto que entrelazó el cuento medieval con nuestros días de modo especial. Por eso te digo que me alegran tus indagaciones, y si no te me hubieras adelantado, tal vez yo mismo hubiese pedido abrir una investigación de mis personajes.

*

[…] Todo lo que es cierto en El asedio de Beszterce es poco probable. Lo único verosímil es lo que yo me inventé, lo que nunca ocurrió en realidad. Y ciertamente, lo más increíble es que István Pongrácz vivió como vivió, que impuso obligaciones militares a los campesinos de los alrededores y que éstos las cumplían gustosamente a cambio de explotar las tierras a medias. A lo mejor incluso creyeron que se lo debían. ¿Que por qué no ha intervenido el condado en el juego? ¿Y por qué motivo habría de intervenir? ¿Qué daño he hecho y a quién? (Naturalmente, en Prusia no sería posible tal cosa, pero mi novela no se desarrolla allí).

Tan poco les ha molestado a las autoridades que las tropas de Budetin bajo el mando de Mayer soliesen llevar a cabo maniobras militares nocturnas contra la gente del conde István (le resultaba más barato al erario público).

El comandante Forget es una persona real (ni siquiera le he cambiado el nombre). Ese Forget vivió en un pueblo cercano como comandante imperial y real en la reserva, y el conde István le asignó un sueldo para que en sus particulares guerras guiase una parte de su ejército (en la mayoría de los casos como enemigo).

Respecto a la trama, es cierto que Pongrácz compró una funámbula en Zsolna por seiscientos florines, se la llevó a casa, y cuando después de un tiempo se escapó con un joven y huyó a Beszterce, fue tras ella; pero en el tren le contó tantísimos disparates a un señor que también viajaba a Beszterce (enseñándole desde la ventana el campo de batalla donde se libraría la mayor guerra de todas las épocas venideras), que el desconocido pasajero, con el que se alojó en la misma posada, avisó al tabernero de que el señor que había en su compañía era un loco. “Cuidado con él”.

Los camareros comenzaron a tratar al conde István de un modo especial, lo que él también notó y le dio un ataque de rabia. Por eso acudieron a la policía, que detuvo al conde por demente. Al día siguiente, el comandante del lugar, el representante municipal y el conde Károly Pongrácz se las vieron entre ellos. Tuvieron que enfrentarse a mil obstáculos para pactar la libertad de este último.

Ese fue el casus belli. Fue entonces cuando amenazó a la ciudad:

––¡La arrasaré!

Una vez en casa, reunió a su gente, cargó los cañones sobre los carros y partió para destruir la ciudad minera que había cometido el ultraje contra su persona y que además retenía a la muchacha.

Una noticia de El Diario Húngaro bajo la dirección de Böszörményi mencionó la marcha; hay además muchos testigos vivos. Las tropas (más de cien personas armadas) llegaron hasta Zsolna, donde ante el restaurante “La Casa de los Caballeros” estaban tomando unas cervezas unos conocidos del conde, quien persuadido por ellos mismos hizo una parada y pasó una noche de juerga. Esos señores, entre los que se encontraba el comandante real húngaro de Budetin, lo convencieron de que diera la vuelta.

No sé cómo lo lograron. Esa parte tuve que inventármela yo, y así enlacé con el personaje de Apolka, la discordia entre los hermanos Trnowszky y la compañía de teatro de Lengeffy. Fui yo quien con los barones Behenczy enriquecí la alta aristocracia (desde entonces hacer barones se ha vuelto un acto ordinario).

El conde István murió como lo he descrito. Antes de morir hizo una visita a sus conocidos, entre ellos el susodicho comandante Forget, al que le dijo que iba a hacer un gran viaje a sus antepasados. Después se acostó con el látigo a su lado, el látigo con el que desde la cama podía disciplinar a sus criados con gran habilidad. Se pasó tumbado dos o tres días, aparentemente sano; al tercer día llamó a las viejas y les dijo:

––Vestidme, después arregladme las piernas y las manos, viejas brujas, como se suele hacer con los muertos. Vosotras sabéis hacerlo, pero no me gustaría que una vez muerto me tocaseis con las manos sucias.

Lo arreglaron como él mandó. Luego las despidió, cerró los ojos y murió como si la muerte hubiera venido obedeciendo a sus órdenes.

En aquel momento, cuando murió, en la parte más antigua del castillo se derrumbó una bóveda.

La verdad es que yo sabía más cosas de las que usé. No coloqué en el edificio todos los ladrillos que tenía. A muchos les rompí un extremo de un martillazo, y puse otros nuevos. La argamasa, por supuesto, también es mía.

Lo que es cierto y lo que no en el libro es ya difícil de averiguar a través de esa argamasa incluso para mí; y tú has llamado a los conocidos de István Pongrácz a cumplir una faena pesada como la que el profesor Hatvani, “el Fausto húngaro”, les encargó a los diablos diciéndoles:

––De esta tina de semillas de amapolas mezcladas con mijo, poned a un lado la amapola y a otro el mijo.

Sinceramente.

Kálmán Mikszáth

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