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Fragmento de la novela Retrato de madre en marco americano
Miklós Vajda
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Está en la cocina, en una cocina, no en nuestra cocina, no en nuestra cocina de aquel entonces, no en una de nuestras cocinas de aquel entonces, sino en su propia cocina que me es extraña, no es mía, y está cocinando, revolviendo algo. Está cocinando para mí. Eso también es nuevo, extraño. Sin embargo, está allí y repite lo que quiero y donde quiero que lo repita, lo que quiero justo en aquel momento. Ella ya no existe, yo todavía sí. Y quiero. Aunque no quiera, ella sigue trajinando, revolviendo, entra en mi cabeza, me dice algo, habla y se calla, se alegra y sufre, piensa en mí o me mira, me llama, me pregunta, me escribe como si viviera. Soy insaciable; me interesa su ser aparte de mí, el privado, el antes y después de mí, el sin mí, intento formar una imagen de los trozos de mosaico recogidos, no obstante, últimamente haga lo que haga, qué le voy a hacer, existe es decir, existió de todos modos y siempre para mí, por mí, a causa de mí, para mí, conmigo y mediante mí. |
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Está en la cocina, en una cocina, no en nuestra cocina, no en nuestra cocina de aquel entonces, no en una de nuestras cocinas de aquel entonces, sino en su propia cocina que me es extraña, no es mía, y está cocinando, revolviendo algo. Está cocinando para mí. Eso también es nuevo, extraño. Sin embargo, está allí y repite lo que quiero y donde quiero que lo repita, lo que quiero justo en aquel momento. Ella ya no existe, yo todavía sí. Y quiero. Aunque no quiera, ella sigue trajinando, revolviendo, entra en mi cabeza, me dice algo, habla y se calla, se alegra y sufre, piensa en mí o me mira, me llama, me pregunta, me escribe como si viviera. Soy insaciable; me interesa su ser aparte de mí, el privado, el antes y después de mí, el sin mí, intento formar una imagen de los trozos de mosaico recogidos, no obstante, últimamente haga lo que haga, qué le voy a hacer, existe es decir, existió de todos modos y siempre para mí, por mí, a causa de mí, para mí, conmigo y mediante mí.
Ahora quiero que esté en aquella cocina suya y dándole vueltas a la comida. Por ejemplo, a una especialidad que había aprendido allí, salsa de alcaparras para el bistec que chisporrotea en la parilla. A menudo la hago repetir otras cosas; por ejemplo últimamente me gusta mirarla en secreto desde la cama mientras se desmaquilla antes de acostarse sentada al tocador bajo el antiguo y enorme espejo veneciano de marco dorado, y se contempla en el también antiguo espejo de cuerpo entero con marco de plata, después con bolitas de algodón untadas con crema traza pequeños círculos, metódicamente y siempre con movimientos idénticos, hace las muecas requeridas, cuando es necesario se infla las mejillas, masajea la tez, después la unta entre otras cosas con un líquido que llama loción de agitar, se seca inmediatamente y le convierte la cara en la de un payaso. Se lo quita y yo vuelvo a dormirme. La habitación es toda de espejo, todas las puertas,, de las seis del armario empotrado, son de espejo hasta el suelo. Tengo la cama aquí, en su dormitorio, en la habitación para niños está durmiendo mi Fräulein alemana. A veces, me despierto de nuevo cuando muy entrada la noche viene desde el cuarto de baño con su bata de seda amarilla, y oigo que después de aplicarse nuevas cremas, esta vez de noche, se mete en la cama, se acomoda, carraspea y emite un suspiro hondo, relajado, y se pone a dormir deleitosamente, respira con la boca abierta, fuertemente y satisfecha, exactamente de la misma manera que me he pillado haciendo lo mismo, últimamente yo. O también la observo cuando, sobre las once de la mañana en traje de chaqueta, sombrero, guantes y tacones altos, sube al coche, se aparta de la cara el moderno velo de tejido vaporoso, sale del garaje marcha atrás, da la vuelta en el jardín y por la izquierda todavía se circula por la izquierda sale bajando por la avenida Sas-hegyi, hoy Hegyalja, para ir al centro a hacer la compra, y después en la recién inaugurada cafetería Mignon que es la primera de esta especie en Hungría o en la pastelería Gerbeaud se encuentra con sus amigas y tal vez con mi padre que a veces va a verla desde su oficina para discutir el programa de la noche o del día siguiente o lo que les está preocupando. Desde allí vuelven a casa juntos para comer. O la veo en Márianosztra, y tal vez más tarde en Kalocsa al final de la visita mensual cuando el carcelero con metralleta se la lleva entre el grupo de los presos a los que sacan de la sala partida en dos por una densa alambrera, a través de la puerta metálica de dos hojas bajo los retratos de Stalin y Rákosi y de entre los grupos móviles de los carceleros de repente se abre una grieta hacia mí, y ella quizás lo siente porque se detiene por un momento, me devuelve una mirada por encima del hombro, intuye que sigo allí aguardando y la miro mientras se aleja. La gorra de plato del carcelero ya le tapa la mitad de la cara, pero sus ojos entrecerrados, la ligera inclinación de cabeza, la tenue sonrisa y la mirada de brillo sospechoso me dicen más de lo que ha podido comunicarme en los últimos quince minutos en presencia del carcelero.
Nunca la he visto llorar. Ni tan siquiera cuando murió mi padre, o cuando se le murió su hermana. No puede, nunca ha podido o ha querido o ha tenido la costumbre o se ha permitido expresar sus sentimientos directamente con palabras y mucho menos con aspavientos. Si se iba por un viaje más largo o me iba yo, me solía abrazar, me da un beso suave, ligero, mientras tiernamente me pega unas palmadas en la espalda y con el pulgar me dibuja una cruz en la frente. Así nos despedimos a finales de diciembre de 1956 en la estación Sur de trenes, hechos una ruina por dentro, como la ciudad, llorando sin voz ni lágrimas, sabíamos que la despedida sería por muchos años, si no para siempre.
Nunca la he oído cantar o canturrear. Evoco a menudo cuando suena el teléfono, me lanza una mirada perpleja, así me pide, ya que no lo dice, que vuelva a contestar yo la llamada, porque ella entiende mal el idioma, sobre todo por teléfono. La mayoría de las veces es húngaro el que llama. Apenas tiene conocidos no húngaros. Últimamente le hago repetir a menudo esta mirada suplicante como un fragmento de DVD, es mi penitencia, con ella me mortifico. Siempre me ablanda, pero algunas veces me sale algún comentario mordaz como que en tantos años ya hubiera podido aprender bien el idioma. Apenas lo digo me arrepiento, no sé qué me empuja a darle lecciones, a criticarla, con lo que le demuestro cierto distanciamiento, es decir, la rechazo una y otra vez. Una confusa necesidad por aclararme me empuja a poner el dedo en la llaga y muchas veces no puedo resistirlo. Veo que le sienta mal, le duele, le pone triste, le hace sufrir, cerrarse, pero lo acepta con resignada sabiduría y lo guarda. A lo mejor instintivamente ella comprende lo que yo no. Ya en los años previos a la cárcel practiqué ese juego indigno; lo soportó con dolor, pero entonces tal vez todavía le producía una sonrisa el que la suerte biológica le hubiera aportado un adolescente tan difícil. Muy rápidamente vuelve a ser la de antes. Su paciencia, calma, sabia comprensión son infinitas; se nutre de profundas fuentes subterráneas. No deja manifestar más. No hay abrazos inesperados, mimos, besos cariñosos sin razón, risas coquetas, tomaduras de pelo, desenfado, tontadas; no los había nunca. A mí también me falta algo de esto. Hay reserva y discreción que no significan austeridad, falta de colores, tampoco desgana, no excluyen en absoluto la afectuosidad, el cariño, la atención, la alegría y ella viste el humor de refinada ironía lo que me gusta mucho. Ya me he acostumbrado al menos en parte a encontrar instintivamente en otras personas lo que me falta de ella: desde que nací lo recibí en desmesurada abundancia de Gizi, de mi adorada madrina, y en versión sencilla, modesta, de la Fräulein. Más tarde lo busqué en muchas mujeres con resultados bastante diversos. En vano, porque lo que uno no ha recibido de su madre no se puede conseguir en otras partes. Es una experiencia para siempre.
Traducción de Éva Cserháti
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