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Márta Patak
Muerte bajo el castaño
Traducción de Mária Szijj
Título original: Gyilkosság a gesztenyefa alatt
Revista Életünk Szombathely, 2008
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La anciana no era más que un par de enormes ojos castaños y acusadores. A doña Cecilia la conocía todo el mundo, ya que pasaba el día yendo y viniendo por las calles del pueblo, con una bolsa de ganchillo de hilo de plástico rojo que casi siempre le colgaba vacía del brazo. Sus ojos ardían como ascuas en medio del rostro enjuto y desdentado, sobre todo cuando maldecía a alguien por no haberse detenido a hablar con ella. Fuera invierno o verano, siempre vestía de negro, sólo los otoños se ponía una chaqueta de punto estirada y de codos deshilachados, remangada, que en un tiempo sería azul, pero que el tiempo o la mugre dejaron tan desteñida que resultaba difícil definir su color. Doña Cecilia renqueaba al caminar, tal vez porque siempre andaba al acecho de alguien a quien hablar y perseguir; llevaba ese gesto marcado en el cuerpo, esa media vuelta para detener al transeúnte que huía de ella presuroso, por no poder entretenerse, aunque si doña Cecilia llegaba a dirigirle la palabra a uno, no le quedaba más remedio que hablarle, ya que nadie quería herirla. Así que la conocían todos y todos sabían que estaba chiflada, ya lo había estado de jovencita, según decían era por algún mal de amores, pero ya nadie recordaba los detalles. Vivía de una mísera pensión y de cuando en cuando la invitaban a la barra a tomarse una sopita de habas, o si había matanza en alguna casa y los olores alertaban a la vieja, le brindaban un poco de asado, de chorizo o morcilla. Doña Cecilia formaba una parte tan orgánica del pueblo como la imagen de la Virgen o la estatua de San Wendelín.
La noche del asesinato de doña Cecilia no era una hora muy tardía, sería hacia las diez, claro que a mediados de octubre a esa hora ya no hay nadie en la calle, ¿para qué?, la taberna, como de costumbre, había cerrado a las nueve un coche de bomberos con sirena cruzó el pueblo y todos los perros echaron a aullar, justo en el momento en que el tabernero echó el cierre y el candado de la puerta del local. A partir de allí no dejaron de aullar, aullaba aunque sólo fuera a la luna o tal vez también al desconocido que mató a doña Cecilia delante de su casa. Detrás, Quico ladraba enloquecido, lo que en realidad no tenía nada de particular porque era un foxterrior muy ladrador y doña Ceclia lo tenía siempre atado, así que muchas veces pasaba la noche entera armando bulla. El caso es que los perros pasaron toda aquella noche aullando. Los del pueblo no se extrañaron, sabían que siempre aullaban las noches de luna llena y si uno empezaba, los otros lo seguían, sólo los que dormían menos profundo despertaban una y otra vez sobresaltados por el doloroso aullido.
El extraño que mató a doña Ceclilia frenó por causalidad ante la casa de la vieja. Tal vez se le cruzó un gato por el camino. Y al deslizar la mirada hacia la verja tras la cuneta siguiendo la silueta del gato que desapereció entre los listones Quico casi rompía la cadena de tanto querer perseguirlo, se percató de que la anciana dormía bajo el enorme castaño que se alzaba en medio del patio; dormía sentada, con la cabeza caída hacia atrás, con la boca abierta, y tal vez roncaba. Era a mediados de octubre, era una noche bastante fresca, pero ella dormía fuera de la casa, sobre un banco. Prometía ser una presa fácil. El extraño, en realidad, nada quería de ella, pero al verle el cuello le entraron ganas de estrangularla. Era un hombre joven, se le ocurrió probar cómo se estrangula con las manos a una vieja debajo de un castaño.
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