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Esos bloques tan iguales
Tomàs Escuder Palau
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¿Han de ser contradictorias la belleza y la funcionalidad? La pregunta, no sólo retórica sino necesaria le puede venir a uno a la mente muchas veces: durante el desayuno o paseando por una ciudad. Pero uno de los lugares donde esta pregunta resulta ser de lo más pertinente es en Hungría. Y de forma muy concreta en la misma ciudad de Budapest.
Para el ciudadano o ciudadana medio, para quien sólo pretende pasear sin tomar lecciones de arte, la pregunta tal vez no tenga sentido. Pero en todo caso es una cuestión que queda en el ambiente.
Se podría decir que en Hungría existen, coexisten, dos clases de urbanismo. Si abreviamos, claro. En uno prima la funcionalidad, en el otro la estética. Evidentemente nunca se dan en estado puro. El edificio burgués también sirve para vivir y el bloque urbano construido por el socialismo puede tener una cierta belleza si se le separa de connotaciones políticas, sociales o culturales. Cada uno de estos ámbitos ha significado tanto para la vida húngara que son inseparables de las vicisitudes sociales que los engendraron.
Pero aun no entrando en el territorio de la estética podemos considerar la presencia de los bloques como un paradigma. Un modelo tanto de construcción como de vida común periclitada.
El bloque tiene dos características principales que llaman la atención a primera vista. En su misma esencia son colectivos y casi nada más que eso. Resulta casi imposible separar, distinguir un bloque de los otros. Y es que, por su propia naturaleza, han crecido como setas en medio de un prado para terminar formando bosques.
Un bloque es lo que es. Pero un grupo de bloques es mucho más que la unión de ellos. Eso ya lo dijeron, con otras palabras, algunos sabios.
Al paseante ocasional una de las cosas que más le llama la atención en estas aglomeraciones es la vida que, sin duda más antes que ahora, se desarrolla a su alrededor. Esta es tal vez la característica más singular. Los espacios intercostales entre ellos, aprovechados de manera múltiple es lo que les confiere diferencias. Lo que empuja a un segundo plano lo grisáceo de sus fachadas. Las risas de los chavales, el partido de pelota, el ABC donde unos clientes discretos se cruzan los buenos días, ahí es donde reside la gracia que no tienen las construcciones. Edificaciones que, aunque poco valoradas por los mismos húngaros, como un pasado más o menos igualmente gris están de forma similar presentes en las barriadas de las ciudades pretendidamente representantes de lo moderno y rico: Barcelona, París, Milán o Bruselas…
Decir que son bonitos parece mas bien una herejía y, sin embargo, ocupan gran parte de la imagen que ha sido extensa en tiempos pasados. Pero incluso a los ojos de un occidental como quien esto escribe, acostumbrado también a la destrucción y apropiación de los paisajes por parte de los poderes sin hacer caso alguno de la sociedad circundante, algunas veces el perfil de estos bloques rodeados de alguna colina y de árboles variados y prado con su escuela o un espacio para recreo han puesto una nota de armonía. Pero que sin duda hubieran podido ser un poco más discretos.
Esos bloques tan iguales, esparcidos contra viento y marea, quieren continuar viviendo como lo que han sido y son: una parte de la vida húngara. Pero saben también que como representantes de enhiestas políticas de orden y mando van a descender al infierno las cosas obsoletas.
No se van a guardar porque son demasiado grandes para caber en el desván de la abuela. Sólo quedarán, unos años todavía, en la memoria colectiva. Y posiblemente será en esos tiempos en los que la gente empezará a añorarlos como si hubieran sido quijotes de otro mundo.
Por el momento mirémoslos por lo menos con cariño porque, en verdad les digo, que no merecen tanto desdén. Que en ellos fructificaron vidas que fueron capaces de crear, en sus patios con placas de cemento vivía la imagen de una Hungría bastante más coloreada.
Yo me he paseado más de una vez por sus patios y subido a sus décimos pisos. Unos los he visto más sucios que otros, algunos con un cierto aire burgués, más allá los renovados con gracia. Y he sentido que las personas que encontraba, más altas o más bajas, más rubias o más morenas, eran como son todos los habitantes del mundo: preocupados por los estudios de los hijos, o el precio del transporte, por la compra de la tarde al volver del trabajo o el tiempo del fin de semana. Los bloques tan iguales en los que viven son sólo un decorado. Ni muy bueno, ni excesivamente malo.
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