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Setenta y siete cuentos húngaros
Traducción de Tomàs Escuder Palau
Título original: Hetvenhét magyar népmese
Móra Ferenc Ifjúsági Könyvkiadó Rt. Budapest, 2006
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El tomo de estos cuentos recogidos y elaborados por Gyula Illyés se encuentran en las estanterías de todas las casas, y han jugado un papel importante en la infancia de varias generaciones. Siendo la representación más original de la literatura popular húngara fueron traducidos a varias lenguas. Gyula Illyés no es desconocido en España, su libro sociográfico la Gente de las pusztas fue editado en 2002 por Minúscula.
La pequeña vejiga
Había una vez en el mundo, más allá del lejano Mar de la Opulencia, un pobre hombre y su pobre mujer. Tenía tres hijas y un pequeño cerdo. Cuando ellos ya habían engordado bastante el cerdo, o como ellos decían lo habían cebado, y el cerdo ya tenía dos dedos de grasa sobre la espalda, lo mataron.
Pusieron su carne a ahumar en la chimenea, y colgaron la vejiga de la viga maestra del desván. Para los cinco la carne del pequeño cerdo era tan poco como una diminuta fresa. Se habían terminado ya el tuétano, las patas, incluso la cabeza. Un día la pobre mujer tenía tanta hambre como para comerse la vejiga, y entonces le dijo a su hija mayor:
Hija mía, ves arriba al desván y coge la pequeña vejiga que cuelga de la viga maestra para cocinarla.
Entonces la moza subió al desván; y al querer cortar la vejiga de la viga maestra ésta le dijo lo siguiente:
Te voy a tragar. ¡Ñam!
Y no lo dijo de broma sino que en realidad se la tragó. Los demás miraban de reojo, mientras esperaban por si la muchacha bajaba. Pero no llegó. Entonces la mujer le dijo a la hija mediana:
Sube tu ahora, hija mía. Ve donde tu hermana mayor y dile que me traiga la pequeña vejiga.
Entonces la otra hija también subió, miró a su alrededor por el desván pero no vio en ningún lado a su hermana mayor. Entonces se acercó a la chimenea y quiso cortar la pequeña vejiga, pero ésta le dijo:
Ya me he comido a tu hermana mayor, ahora te voy a tragar a ti también. ¡Ñam!
Y se la tragó. Abajo la pobre mujer seguía mirando de reojo y seguía esperando a las hijas. Cuando ya estuvo harta de tanto esperar, le dijo a la hija menor:
Sube tu, hija mía, y llama ya a tus hermanas mayores porque esas descreídas seguro que están comiendo de los frutos secos del desván. Al subir la niña al desván, le dice la pequeña vejiga:
Ya me he tragado a tus dos hermanas mayores y ¡Ñam!, te voy a tragar a ti también.
Y se la tragó también a ella.
La mujer ya no sabía qué pensar ni por dónde se quedaban tanto tiempo las niñas. Subió entonces con un rodillo para llamarlas, y lo hizo de una manera que no se lo iban a agradecer porque les iba a arrancar la piel de la espalda. Al subir ella, le dijo la pequeña vejiga:
Ya me he tragado a tus tres hijas ¡Ñam!Y te voy a tragar a ti también. Y entonces se la tragó tanto que ni siquiera se le veía el dedo meñique. Después el dueño de la casa, el pobre hombre, que ya se aburría de tanto esperar a sus hijas y a su mujer, subió al desván. Al acercarse a la chimenea le dijo la pequeña vejiga:
Ya me he tragado a tus tres hijas y a tu mujer.
A ti te voy a tragar también. ¡Ñam!
Y no vaciló ni un solo instante sino que se lo tragó inmediatamente; pero como la cuerda que sujetaba la vegija era mala no aguantó el peso de las cinco personas y se rompió, de modo que la pequeña vejiga se cayó; después se pusó de pie y empezó a rodar, y rodó y rodó, y bajó las escaleras hasta el suelo.
Cuando salió rodando por la pequeña entrada de la huerta, fuera en la calle, se encontró con un grupo de segadores y se comió a todo el grupo hasta la última persona.
Y rodó y rodó y siguió rodando. En la carretera se encontró con un regimiento de soldados. Y se los comió con toda la indumentaria. Y todavía siguió rodando y rodando. No muy lejos de allí, en la orilla de un reguero un pequeño porquero cuidaba su piara de cerdos. Los cerdos estaban comiendo dispersos por todas partes, y el pequeño porquero estaba sentado en la orilla del reguero y con su navaja estaba comiendo pan y tocino. La pequeña vejiga se le acercó y le dijo:
Ya me he tragado tres mozas con la madre, y a su padre también, luego a un grupo de segadores e incluso un regimiento de soldados. Ahora, a ti te voy a tragar también. ¡Ñam!
Pero al querer tragárselo, la navaja se enganchó en la boca de la pequeña vejiga y la reventó.
Y de ella salió en riada toda una muchedumbre de soldados y gente. Después todo el mundo se fue a la suya, y dejaron allí a la pequeña vejiga rota en la orilla del reguero.
Si la navaja del pequeño porquero no hubiera roto la pequeña vejiga mi pequeño cuento habría durado más.
*
Su Majestad Miau
Había una vez una viuda que tenía un gato con ella. Que ya era un gato grande, pero tan glotón como si fuera uno pequeñito. Una mañana se bebió toda la leche de un puchero. La viuda se enfadó, le pegó mucho y lo echó de la casa. El gato se deslizó hasta el final del pueblo y allí se sentó muy triste junto a un puente.
En un extremo del puente estaba sentado un zorro que dejaba caer su gran y bien poblada cola. Lo vio el gato y empezó a juguetear con la cola y a atraparla. El zorro se asustó y dio un salto girándose. El gato también se asustó, entonces se alejó mientras se le ponían los pelos de punta. Así se miraron los dos durante un rato.
El zorro nunca había visto un gato y el gato tampoco había visto nunca un zorro. Los dos tenían miedo pero ninguno sabía qué hacer. Al final el zorro dijo:
Si no le ofendo , ¿podría decirme, señor, de qué raza es usted?
¡Yo soy Su Majestad Miau !
¿Su Majestad Miau?
Nunca había oído su nombre.
Pues sí que hubieras debido oir de mí. Yo soy capaz de mandar sobre todos los animales porque mi poder es muy grande.
El zorro se quedó sorprendido y asustado, y muy humildemente le pidió al gato que fuera su huésped para comer un poco de carne de pollo. Como ya era mediodía y como el gato estaba hambriento no esperó a que se lo dijeran dos veces. Así que se marcharon hacia la cueva del zorro. El gato pronto empezó a sentirse como un gran señor y se alegró porque el zorro le servía con tanto respeto como si él hubiera sido un auténtico rey. Se comportaba como un señor, hablaba poco y comía mucho, y después del almuerzo se fue a dormir y le ordenó al zorro que tuviera cuidado para que nadie le molestara mientras estaba durmiendo.
El zorro se puso a la boca de la cueva haciendo guardia. Entonces pasó por allí una pequeña liebre .
¡Oye tú, pequeña liebre, no pases por aquí porque mi señor Su Majestad Miau está durmiendo; si sale, no sabrás ni por dónde huir; él manda sobre todos los animales porque tiene mucho poder.
La pequeña liebre se asustó, se fue lenta y cabizbaja y se acurrucó en un claro del bosque y empezó a pensar: ¿Quién puede ser Su Majestad Miau? ¡Nunca había oído su nombre!
Entonces pasó por allí un oso. Y la liebre le preguntó que a dónde iba:
Doy una vuelta porque me aburro mucho le dijo éste.
Ay, no pases por aquí porque el zorro dice que su señor, Su Majestad Miau, está durmiendo y si sale no sabrás ni por dónde huir. El manda sobre todos los animales porque tiene mucho poder.
¿Su Majestad Miau? ¡Nunca había oído su nombre! Puesto que es así, pasaré por allí por lo menos, para ver como es esa Majestad Miau Y se marchó hacia la cueva del zorro.
¡Oye tú, oso! le gritó el guardián. No pases por aquí porque mi señor Su Majestad Miau está durmiendo, si sale, no sabrás ni por dónde huir; él manda sobre todos los animales porque tiene mucho poder.
El oso se asustó y se dio la vuelta sin decir nada y volvió hacia donde estaba la pequeña liebre. Allí, junto a ella, encontró también al lobo y a la corneja; estaban quejándose porque a ellos les había pasado lo mismo.
¿Quién puede ser Su Majestad Miau? ¡Nunca hemos oído su nombre!- se decían todos, y estaban deliberando qué hacer para poder verle. Quedaron en invitarle a comer con el zorro.
Inmediatamente mandaron a la corneja para que invitara a los huéspedes.
Cuando el zorro vio a la corneja saltó con mucha rabia y le regañó por haberle molestado otra vez.
¡Vete de aquí!
¿No te lo he dicho ya? Mi señor es Su Majestad Miau y si sale, no sabrás ni por dónde huir; él manda sobre todos los animales porque tiene mucho poder.
Lo sé, muy bien que lo sé; no he venido aquí voluntariamente sino que me mandaron el oso, el lobo y la liebre para invitaros a comer en su casa.
Pues así es diferente. Espera un momento.
Entonces el zorro se fue a informar a Su Majestad Miau sobre el asunto. Al poco salió y le dio a entender a la corneja que el rey aceptaba la invitación con mucho gusto y que irían a comer, sólo necesitaban saber a dónde.
Mañana vendré a recogeros y llevaros allí.
Al oir la buena nueva, el oso, el lobo y la liebre montaron un banquete. A la liebre la pusieron de cocinera porque tenía la cola corta y así no se quemaba tan fácilmente. El oso traía leña y animales salvajes para cocinarlos. El lobo ponía la mesa y daba vueltas a la carne.
Cuando la comida ya estuvo preparada la corneja se fue a por los invitados. Iba volando de árbol en árbol pero no se atrevió a posarse en el suelo sino que se quedó arriba y de allí llamó al zorro.
Espera un momento, pronto estaremos listos le dijo el zorro. Espera sólo a que mi señor, Su Majestad Miau, se atuse el bigote.
Finalmente salió también Su Majestad Miau. Se puso delante, andando con pasos lentos y majestuosos, pero a la corneja no la perdía de vista porque le tenía miedo. La corneja también estaba asustada, y sólo se atrevió a mirarlo de reojo, iba saltando de árbol en árbol, y así los conducía.
El oso, el lobo y la liebre estaban esperándolos con mucha ansiedad y todos se preguntaban cómo podría ser Su Majestad Miau. A veces se asomaban al camino por donde esperaban que llegaran los invitados.
¡Por allí viene, por allí viene! Dios mío, ¿por dónde huir?
Gritó la pequeña liebre, y con el susto, al correr, pisó el fuego. Se quemó los pelos y eso la hizo tan valiente que al darse la vuelta arañó la cara del lobo. El lobo pensó que eso sólo lo podía hacer el oso y por eso le dio una bofetada. El oso quería devolverle la bofetada a la pequeña libre pero se lo dio a Su Majestad
Miau quien en este momento acababa de llegar.
Cuando vio que le había dado una bofetada a Su Majestad Miau, éste se asustó tanto que las piernas le tocaban el culo. Su Majestad Miau también se asustó al recibir una bofetada tan grande. ¡A correr también! La corneja al asustarse voló.
Y tal vez todavía siguen corriendo si no han parado.
ricardo 18 de diciembre de 2016
Mi opinión es que si no hay manera de conseguir el libro en español pues no puedo dar ninguna opinión, ya me dirán ustedes como
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