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Szigliget. Un lugar enorme

Tomàs Escuder Palau
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La Casa de Artistas de Szigliget
La Casa de Artistas de Szigliget

La Casa de Artistas de Szigliget –Szigligeti Alkotóház– se encuentra en la costa norte del lago Balaton, en un pueblecito de unos quinientos habitantes, cuyas casas tradicionales y cuyo castillo de los tiempos de la invasión turca dan un imagen completa sobre la vida rural y la historia de la Hungría profunda. La casa es un palacio barroco de la familia noble Esterházy que huyó del país a la llegada de las tropas rusas en 1945. El palacio quedó en manos del estado húngaro que lo convirtió en un sitio privilegiado para escritores. La familia después del cambio de régimen, en los años noventa fue indemnizada. La Casa de Artistas que se halla en medio de un jardín botánico con lago y arroyo, ofrece habitaciones, unas con muebles de la época, por un modesto precio y pensión completa. El personal es la gente del pueblo que se nota sobre todo en los abundantes platos de la gastronomía húngara rural. La Casa de Artistas de Szigliget no sólo está abierto para escritores y traductores, sino para turistas que aunque no tengan preferencia son bienvenidos en este palacio que ha visto nacer las grandes obras de la literatura húngara del siglo XX.

Uno sabe que existen paraísos. Aunque resulte difícil encontrarlos. Y, a pesar de que sepamos que esos lugares suelen ser escurridizos, tenemos una tendencia natural a desear estar en ellos.

Si es posible sumergirnos en sus encantos para, como en el seno materno, gozar de esa felicidad que abrigada y suave nos envuelve.

No encontré el pueblo ni el lugar de estancia por casualidad. Hubo en el camino varias coincidencias todas ellas favorables. Porque en Szigliget no sólo existe un núcleo habitado de encanto sino que se ha tenido el acierto enorme de conservar y convertir un pequeño palacio de los Esterházy –familia del gran autor húngaro Péter Esterházy– en casa de creación. Que viene a ser lo mismo que un centro de acogida para artistas de todo tipo que deseen vivir un tiempo en paz y silencio y encontrar un lugar idóneo para sus creaciones.

Añádase a todo esto el encanto del lago Balaton. Y de un entorno de la naturaleza propia de estas llanuras centroeuropeas, con pueblos de alto campanario y bosques largos y anchos.

Digo que otra de las agradables circunstancias que se dio para realizar el descubrimiento fue mi condición de traductor. A la que debo añadir otra no menos deliciosa: mi encuentro con Eva.

El paraíso puede estar, sin lugar a dudas en un sitio como éste.

Así que lo que importaba, después de saber que existía un lugar tal, era llegar. Fue en noviembre con lo que, casi sin querer, el paisaje estaba dispuesto para mostrar todo aquello que unas tierras, para mi frías, podían y debían enseñarme. Y así fue.

Hubo, así se ha de decir, dos “tempus” diferentes durante mi estancia de cerca de un mes en el lugar. Por una parte el que transcurría durante el horario, más o menos regular y autoregulado, de trabajo. Tener un espacio como tenía de silencio y luminosidad, a resguardo de los fríos y humedades imperantes en el bosque cercano, era un privilegio del que sabía sacar provecho. Después, al lado y paralelamente con estas horas, estaban los paseos diarios. El tiempo de relajamiento en medio de una naturaleza que, aunque domesticada por la presencia de los habitantes de Szigliget, se mostraba próxima y esplendorosa.

Añada el lector otras dos posibilidades que son, si cabe, un mayor privilegio. Vivir en un palacio barroco como éste, con unos servicios de nivel y cordialísima atención suena casi a ensueño pero así fue durante el tiempo de estancia. Como cereza que culmina la tarta hay que situar los encuentros posibles con otros autores. En mi caso el beneficio enorme me vino de la mano de Alaine Polcz, autora de unas de las memorias más importantes del siglo XX, Una mujer en el frente. Su sola presencia y la de su amable, bonachona pareja, convirtieron cada charla en una conversación situada más allá de lo intrascendente.

Las jornadas en Szigliget transcurrían placenteras. No podía ser menos si pensamos en el marco que las encerraba: trabajo de literatura, paseos en la naturaleza, charlas y reposo para el cuerpo y el alma. Como a César también a mi este lugar me sonrió más que otro y cada recuerdo, con el paso del tiempo, se engrandece.

Como no recordar esa mañana en la que, desde la cálida y señorial habitación contemplaba como, poco a poco, con serenidad y silencio enormes, iba deshilachándose la capa de neblina que había de despertar las coníferas del bosque. Y la estatua de bronce, desnuda y frágil en su frío manto de humedad, como deseando ver un sol que no forzosamente iba a aparecer.

O la imagen de un corzo alejándose con parsimonia entre el boscaje sonriente de una tarde con sol. O, también, las bandadas de cuervos posados sobre unos chopos altísimos que, de un momento a otro iban a emprender un vuelo hogareño para ir a trasladarse al prado siguiente. Todo era suavidad y nada, nada en absoluto, hacía o impulsaba a pensar en momentos pasados de menor gloria y violencias o guerras. Aquí, hit et nunc, el universo y sus cuitas y pesares, sus maldades universales, sólo estaba presente por sus buenas manifestaciones.

Hubo un contrapunto, a la placidez y al olvido: las conversaciones con Alaine Polcz. En las que nos mostró la dureza de la vida. Pero eso sí, con la querida y empujada esperanza contra todo mal y cualquier nefasta voluntad. Su conversación, como su vida, nos ayudaba a remitir todo a sus justas medidas.

Los días pasaban con la lentitud que el bienestar puede darnos. Cada atardecer el cielo que reinaba sobre el Balaton me dejaba la impresión de vivir para esperar otro día. El descenso del sol en el cielo era un indicio de que la vida volvería a iniciarse a la mañana siguiente con los mismos valores. Con similar suavidad. Nunca en ningún sitio he visto, como aquí, el reposo que la noche significa, el descenso del ritmo vital. Que las luces de la orilla opuesta se fueran encendiendo poco a poco era la señal con la que finalizaba el día. Del término de toda actividad: la mía y las ajenas. Y todo estaba conforme. Cada cosa tenía su lugar contra los ardores del mundo lejano y abierto.

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