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Los delatores más sus víctimas
Tomàs Escuder Palau
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El miembro de la oposición democrática al régimen comunista, Ferenc Kõszeg, rodeado de agentes secretos. La singular foto fue sacada por Gábor Demszky, otro conocido disidente del sistema, en 1983. |
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Uno de los problemas más ardientes de los húngaros es el deseo cada vez más urgente de enfrentarse al pasado comunista. El proceso es sumamente difícil en un país donde los delatores (muchas veces torturados por la policía secreta) se infiltraron en la familia y destrozaron las relaciones íntimas. |
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Paseando un día por Budapest pude ver, como se puede ver también en otras ciudades del mundo bien civilizado, la señal de la ignonimia.
Eso no me sorprendió. Ya no me causan sorpresa, sólo me asustan y enrabian. Pero en Budapest ese edificio que lleva el número 60 en la avenida Andrássy (hoy la Casa del Terror), lo que ese inmueble significa para los húngaros tiene unas particularidades que, esas sí, me asaltaron y me llamaron la atención.
En Hungría la delación se convirtió en una terrible obra de artesanía, una maldición de tamaño inusitado, enorme y devoradora.
Los regímenes totalitarios nunca han temido al adversario y no han parado en mientes de ninguna manera a la hora de deshacerse de sus enemigos. Ya fueran internos o externos. Estos últimos, aparentemente, más fáciles de eliminar.
Pero al supuesto enemigo interior.... ¡Ah!, ése era terrible, y a ése se le han dedicado esfuerzos dignos de la ficción de terror.
Porque en el sistema húngaro, como en el más puro estilo soviético, no bastaba con eliminar físicamente. Era necesario, se hacía preciso, resultaba imperativo, dominar al individuo por la mente. Pero, más incluso, había que crear una imago colectiva en la que cada miembro de la sociedad sintiera la mano poderosa, el ojo omnipotente, del estado .
Eso significó, mucho más que en otras dictaduras como pudo ser la de Franco, un avance en el control. En el franquismo había una mentalidad contra el sistema y los delatores eran la misma policía: es decir gente que formaba parte del aparato represor. Los que vestían uniforme o los que iban vestidos como todos pero mantenían una actitud no tan difícil de detectar y reconocer.Y mucha gente, incluso quienes no habían sufrido represión de forma directa, no aceptaban ni el discurso oficial, ni la colaboración con el sistema.
En Hungría lo que me llama la atención es precisamente esa permeabilidad del sistema delator en todos los ámbitos de la vida. Y digo en todos los ámbitos sociales, como los habitantes de ese país saben.
¡Allí no se salvaba ni Dios! Esa podría ser la frase, bien rotunda, para indicar esa plaga, ese virus, un mal andrajoso y rastrero. Todo el mundo podía ser delator. Todo el mundo. El padre del hijo, la amiga del hermano, el novio de su novia, la hija de la madre. De una manera tal que el tejido social quedaba dañado, perjudicado sobre la base del miedo y la desconfianza mutuos. Algo terrible para un pueblo que desee poder vivir en una cierta armonía.
Tal vez se puede comprender este ambiente leyendo la Armonía Celestial (Galaxia Gutenberg, 2003, Trad: Judit Xantus) de Péter Esterházy, donde narra la saga de su familia aristocrática, la historia de su padre tenido por modelo e ideal. Tardó veinte años en acabar esta obra extensa sobre varios siglos de historia familiar que rinde homenaje principalmente a su padre. El día posterior al enviar la obra maestra a la imprenta, hizo una visita al Archivo Histórico donde había encargado que buscaran todos los informes, hechos por la policía secreta comunista, que tenían alguna referencia a su familia. Cuando el encargado le entregó las carpetas llenas de informes quedó atónito porque reconoció las letras de su padre. Y es que fue justamente su padre que iba apuntando las visitas, los encuentros, las conversaciones de la familia.... De la vergüenza y del odio emergentes nació la Versión corregida (Galaxia Gutenberg, 2005 Trad: Mária Szijj). Un enfrentamiento sincero y cruel con el padre tan amado y de repente tan odiado, y con la pregunta si hay perdón.
Llegar hasta el extremo de descubrir que el propio padre está informando fehacientemente de cuanto pueda interesar al estado, ha de ser una experiencia traumática, desagradable y tan única que sin duda se ha de hacer muy difícil ir restableciendo nuevamente la confianza. Y lo peor no sería sólo la falta del ser querido, que se pudiera interpretar como una flaqueza de esa persona en particular, sino el adquirir la certeza de que todo el conjunto civil, el que vive al lado mismo, estaba atravesado por esa maldad.
Esa experiencia nefasta de que un país se vea recorrido por el fantasma del chivatazo, peor aun, de la información negativa y contraria, maligna igualmente, causa sin duda alguna un sentimiento de inseguridad, de desconfianza y de malestar tan profundo que es comprensible la posición de algunos de los grandes escritores húngaros ante el fenómeno.
Es cierto que otros países han padecido plagas parecidas. Pero da la impresión que nunca con la dureza y la exagerada magnitud con que se extendió por Hungría.
Alemania, España, Francia también han hecho un repaso de sus crueldades internas. Pero parece como si en esos casos hubiera habido una especie de separación entre los dos bandos en lucha.
En Hungría el terror, con mayor o menor suavidad, estaba dentro de la familia. El estado, poderoso y duro, vivía en el seno de las reuniones familiares o de amigos.
Es esa situación pasada algo que los húngaros tienen que solucionar. Parece que todos los países en situaciones parecidas han debido hacer, de una manera u otra, examen de conciencia. No suele resultar fácil y sí conflictivo. Se tira del hilo y se va deshaciendo una vergüenza nacional. Casi todas las sociedades han de pasar por eso.
Aquí ha salido perjudicado el delator y su víctima. Y ¿cómo solucionar el dilema? Para que todos queden resarcidos y uno pueda pasear tranquilamente mirando al vecino, al viandante, a la cara sin temores ni remordimientos....
¡Hay tanto daño!
Y luego el país, si puede, se lava las manos.
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