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Géza Csáth
Trepov sobre la mesa de disección

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Géza Csáth

Trepov sobre la mesa de disección

Traducción de Mária Szijj

Título original: Trepov a boncolóasztalon
Nap Kiadó Kft. • Budapest, 2004

Géza Csáth (1887-1919), es uno de los escritores más destacados de su tiempo. Neurólogo de profesión, cuentista, dramaturgo, teórico de la música de afición, vivió una vida turbulenta y de desenlace trágico, marcada por la morfina. Su obra ha sido redescubierta recientemente. Varios de sus escritos han sido llevados a la gran pantalla. Trepov en la mesa de disección pertenece a sus cuentos tempranos, de tono naturalista, con una fuerte crítica social.

Dos empleados de bata blanca vestían a un muerto bajito y rubio. Sobre la amplia mesa de disección, hecha de mármol, hubieran cabido dos cuerpos como el suyo. El muerto de carnes mullidas era tan corto y rechoncho como un niño, a quien hasta pocos días antes aún llamaban Trepov. Simplemente Trepov, en el mundo entero.

Los dos hombres trabajaban alegres y rápidos. Volvieron a restregar toda la piel con una esponja mojada, estrujaron el agua ensangrentada que bajó por el desagüe de la mesa, luego agarraron al muerto por los hombros, lo colocaron en posición sentada y le lavaron la espalda obesa y blanca. Luego uno de ellos sacó un peine y peinó el cabello rubio. Hizo la raya al otro lado, y no en el que solía hacerlo el muerto mientras vivía.

––Oye Vania, él no llevaba el pelo así –dijo el más viejo de los dos–, haz la raya en el lado derecho.

Pero Vania, que aquel día parecía estar de un humor especialmente bueno, (a veces hasta silbaba en voz baja) contestó que todo seria como mejor le pareciese.

Después, los dos colocaron sobre sus brazos el cadáver limpio y ya seco y lo llevaron a otra sala.

Le pusieron ropa interior y medias, zapatos finos y un uniforme con entorchados dorados.

El viejo se emocionó al ver las condecoraciones y aunque ello era algo fuera de lo común e incluso estaba prohibido para los empleados de una sala de disección, empezó a filosofar:

––¿Para qué necesitaba tantas? Ahora tendrá que irse con ellas al infierno.

––Se las dieron para que terminara así –contestó Vania– sólo faltaba que los señores murieran en posición horizontal. Nada de eso; os cortamos la tripa y le ponemos estopa para que no goteéis. (Vania hablaba enfurecido, casi como un orador.) ¿Qué crees, don Nikolai, si este cerdo llega a morirse un año antes ¿cuántos rusos seguirían con vida?

Después de esta pregunta siguió una pausa, porque estaban liados con el cuello de la camisa.

El viejo sólo contestó la pregunta, cuando, a duras penas, consiguieron arreglarlo.

––Hubiera habido otros en su lugar. Mira, Vania, el Papaíto Zar necesitaba gente de este tipo y si éste no hubiera sido así, el Zar lo habría mandado a freír espárragos. Hubiera escogido a otro.

Vania no estaba convencido de la verdad de este razonamiento. Empezó a echar maldiciones angustiadas y al final afirmó que el muerto había sido un cerdo y que era culpable de mandar matar a más gente de lo realmente necesario.

Para entonces ya estaban listos con la ropa. El viejo encendió la pipa, miró al atuendo del cadáver, arregló las muchas condecoraciones doradas y esmaltadas, sacó los puños de la camisa de las mangas del uniforme y le juntó las manos sobre el pecho. Después, colocaron al difunto sobre un carrito de hierro cubierto de fieltro y el viejo abrió la puerta para llevarlo a las escaleras.

De repente, Vania –el más joven– cerró la puerta.

––Oye ¿para qué la cierras cuando yo la acabo de abrir? –preguntó el viejo.

––Espera, don Nikolai, tengo que hacer una cosa.

––¿Qué tienes que hacer?

––Lo verás en seguida.

Vania dio la vuelta a la sala en puntillas, se asomó a la sala de disección. Por fin se acercó al cadáver, levantó rápido la mano y le dio tres fuertes golpes en el rostro.

Después de las bofetadas, los dos hombres se quedaron mirándose sin hablar.

Lo he hecho –explicó Vania– porque habría sido más infame si no hubiera ultrajado a este descarado, a este bandido asesino, al hombre más depravado que jamás se ha podrido en la tierra. ¡Tenía que aprovechar la ocasión!…

El viejo asintió con un gesto de la cabeza, ante lo cual el joven continuó hablando riéndose y cobrando valor:

––¡Claro que abofeteo a este cerdo y también le voy a dar una patada!

Excitado por el nuevo plan, subió a la mesa donde estaba el muerto; con prudencia y cuidando de no ensuciarse la ropa mojada, le dio una fuerte patada en el rostro. Luego se bajó. El viejo ya traía la esponja. Volvieron a lavar la cara, le peinaron el pelo y se rieron con risa forzada pero no volvieron a hablar sobre el asunto.

Por fin empezaron a empujar el carrito hacia fuera. El viejo iba a abrir la puerta de nuevo.

––Espera un ratito más –lo detuvo el otro– ¡una sola vez más!

Se preparó y dio otra bofetada sonora en la cara del difunto.

––Bueno, ya podemos salir –dijo luego tartamudeando, porque tenía la cara roja de la excitación.

Después de entregar el cadáver, volvieron en silencio a la sala de disección.

Pasado un rato, Vania dijo:

––Sabes, don Nikolai, si ahora no lo hago, me quedo con las ganas para toda la vida. Imagínate: ¡qué ocasión! Que Dios no tenga piedad de mí si no he obrado bien.

––Está bien lo que has hecho –dijo el viejo con seriedad.

Por la noche, al acostarse, Vania se frotó las manos y pensó que cuando le contara al hijo que estaba esperando su mujer, cuando fuera mayor, la proeza de hoy, se sentiría orgulloso de su padre. Sería estupendo. El chiquillo abriría sus grandes ojos con asombro y lo admiraría como a un semidiós.

Pero no se quedó mucho rato pensando en ello, porque pronto se durmió con la respiración pura, propia de la gente sana.


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