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Rincones literarios
“Sin cafés no hay literatura”

Eszter Orbán
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El café Central
El café Central

Hace un par de meses publicamos un artículo sobre los cafés de Budapest, señalando la enorme importancia que la cultura del café tenía en la vida de la burguesía de finales del siglo XIX y principios del XX. Esta vez dedicaremos nuestro artículo a los cafés literarios y a su clientela, compuesta por las figuras más curiosas de la época. También quiesiéramos rendir homenaje a la legendaria revista Nyugat (Occidente), piedra de toque de la literatura burguesa moderna en Hungría, cuya concepción, nacimiento y vida son inseparables de los cafés literarios.

“Es necesario que el hombre sea parroquiano en algún café, porque eso es lo que mejor lo distingue del animal. El animal tiene cuatro patas y va al pasto, al hombre le han tocado nada más que dos piernas, pero con esas dos piernas va al café” (Andor Gábor). “Para que la vida de un intelectual alcance la plenitud son imprescindibles los cafés, al igual que lo son para la infancia -si ésta quiere ser plena- el sarampión y demás enfermedades infantiles” (Jenõ Rákosi). “Sin cafés no hay literatura” (Sándor Márai). Es infinita la lista de citas en las que se ensalzan los cafés y el papel que estos desempeñaron en la vida literaria. Sin embargo, al igual que admiradores, los cafés también tuvieron sus enemigos jurados. El famoso dramaturgo y novelista Ferenc Molnár (1878-1952), por ejemplo, no cesó de lanzar injurias durante toda su vida contra los cafés, que consideraba perversores de la moral burguesa. Cabe recordar que el mismísimo Molnár era uno de los parroquianos del café New York que más frecuentaban ese lugar. Tenía razón aquel retratista de la vida de los cafés literarios de la época al afirmar que “los escritos anticafés siempre salieron de las mesas de mármol de los propios cafés”.¿Cómo era ese ambiente que, por lo visto, resultaba irresistible para todo escritor de la época? Así lo pinta Kornél Esti, una de los personajes del gran autor de Nyugat, Dezsõ Kosztolányi: “La cafetería zumbaba; en el palco, el vocerío aumentaba por momentos. Era en medio de aquel ruido donde los invadía la sensación de que su vida cobraba ritmo, de que avanzaban en una determinada dirección, de que iban hacia adelante (…). Y todos ellos hablaban a la vez. Hablaban de si el ser humano posee o no libre albedrío, de la forma de la bacteria de la peste, de cuánto se ganaba en Inglaterra, de a qué distancia está la estrella Sirio, de qué entendía Nietzsche por “eterno retorno”, de si la homosexualidad era un derecho y de si Anatole France era judío” (Dezsõ Kosztolányi: Kornél Esti, trad. de Mária Szijj, Ediciones B, 2007). Esta descripción, salpicada de no poca ironía, refleja perfectamente el ambiente que reinaba en los cafés literarios de la época; no obstante, dice poco sobre las razones prácticas por las cuales los escritores decidían vivir su vida y desarrollar su literatura en los cafés.

El Nueva York Muy al contrario de lo pintado por Kornél Esti, había horas en las que los cafés ofrecían un rincón tranquilo y apartado del mundo para aquellos ansiosos de trabajar o descansar en silencio. En el café Central, auténtico parnaso de la literatura húngara de principios del siglo XX, el dueño velaba por la calma de aquellos clientes que deseasen trabajar en paz y, después de la hora de la comida, los camareros se escurrían en pantuflas de fieltro para no molestarles. En cafés como el New York, el Central o el Japán (Japonés) los escritores tenían en todo momento a su disposición plumas, tinta y papel. El New York incluso tenía, aparte de su propio papel con cabecera, un tipo de papel destinado especialmente a los escritores, el cual, por su forma alargada, se llamaba “lengua de perro”. Era muy común que los escritores recibiesen su correo en los cafés. En varios de ellos existía servicio de transmisión de mensajes, de mensajería en bicicleta, servicio telefónico, apartado de correos, venta de billetes de teatro, etc. En el New York por un tiempo llegó a trabajar un barbero. Aparte de la prensa nacional e internacional, en las estanterías de los cafés también se encontraban libros, sobre todo manuales. Una de las primeras bibliotecas de préstamo de la ciudad fue, precisamente, un café, el EMKE. Así, los cafés constituían un segundo hogar para esos escritores, la mayoría de ellos unos pobres diablos que muchas veces no tenían ni para pagarse el café, que iban sorbiendo a lo largo de toda una tarde.

El Café Japán Quizás no sea una exageración afirmar que unos cuantos camareros y dueños de cafés contribuyeron considerablemente a la literatura de este período; fueron capaces de reconocer el talento literario y funcionaban como auténticas instituciones de caridad. En el New York, bajo la dirección de uno de sus propietarios, fue introducido el llamado “plato de literatos”: un plato baratísimo, pero abundante, con embutidos, salami y queso, sólo para escritores. Varios camareros desinteresados y admiradores de la literatura son homenajeados en poesías, relatos, novelas o artículos periodísticos. Uno de los camareros más recordados es Gyula Reisz, el camarero jefe del New York, que en vez de cobrar, pagaba a los escritores jóvenes y menesterosos. Cuentan de un dueño del café Central que muchas veces les perdonaba las deudas a los escritores pobres; si alguien acumulaba una deuda demasiado grande, se la perdonaba a plazos: el primer mes una tercera parte, el segundo otra tercera, y el tercer mes la última.

Los dos cafés literarios más emblemáticos de la época fueron el Central y el New York. El Central, cerca de la universidad, la biblioteca universitaria y la imprenta, era el lugar donde nació la revista Nyugat y donde sus colaboradores celebraron sus reuniones entre 1907 y 1913 cuando, por motivo de unas reformas en el edificio, la revista se vio obligada a trasladar su sede al New York, para volver en 1920 al Central. La cercanía de la imprenta tenía gran imporancia, considerando que la revista Nyugat, al igual que su precursor A Hét (La semana) se hacía, en gran parte, junto a las mesas del Café Central. Según cuenta una anécdota, una vez, cuando el nuevo número de la revista estaba ya en la imprenta, a los redactores se les ocurrió añadir otro poema más a la revista, que en esos momentos estaba redactando uno de los mayores poetas húngaros de todos los tiempos, Endre Ady. Ady, al terminar cada verso, daba unos golpecitos en el ventanal del café para avisar al redactor Osváth, quien corría con el verso en la mano hacia la imprenta. En las puertas de la misma le esperaba otro redactor, que inmediatamente llevaba el verso al impresor.

La figura más destacada de este café fue, sin lugar a dudas, el ingenioso Frigyes Karinthy, que en su tiempo gozaba ya de una popularidad hoy difícilmente imaginable para un escritor. Karinthy trabajaba siempre junto a uno de los grandes ventanales del café, expuesto a la vista de los curiosos transeúntes, que no dejaban de admirar a su escritor preferido trabajando. Karinthy era uno de los protagonistas de los juegos lingüísticos y literarios, muy populares entre sus compañeros. Antes del Central, la sede de Karinthy había sido el café Hadik en Buda, al cual, ya viviendo en Pest y frecuentando el Central, Karinthy volvió en una ocasión para hacer un experimento sobre la rapidez de la difusión de los chistes: en el Hadik le contó un chiste a alguien, luego volvió al Central, y en una hora y media pudo comprobar cómo ya le estaban contando a él el mismo chiste. El Central fue también el lugar donde Karinthy por primera vez notó los síntomas de su tumor cerebral, del que hablaría en su novela autobiográfica Viaje en torno de mi cráneo (Galaxia Gutenberg, 2008).

Frigyes Karinthy en el Café Hadik El New York fue considerado en su época el café más bonito del mundo. Según una anécdota (refutada, lamentablemente, por varios críticos), al abrir sus puertas Ferenc Molnár proclamó que las llaves tenían que tirarse al Danubio para que el café pudiera permanecer abierto sin interrupción. El New York albergaba a muchos escritores pobres, y a varios de ellos les servía de una especie de asilo para gente sin techo. No podían faltar de allí los críticos, que, como ellos mismos decían, “junto al café se consumían también algún que otro escritor vivo”. Después de la Primera Guerra Mundial cambia la clientela del lugar, los escritores se dispersan y la redacción de Nyugat vuelve al Central: es el ocaso de los cafés literarios en el sentido clásico de la palabra. El Central, después de tremendas calamidades, volvería a abrir sus puertas en el 2000, logrando recuperar algo de su pasada función de agora. El New York también ha sido reformado recientemente, y funciona como parte de un lujoso hotel, con precios poco asequibles para poetas míseros.

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